Shoa, filmar lo inexplicable
Es difícil imaginar un acercamiento más preciso al horror de los crímenes nazis que el que ofrece Shoa , la película de Claude Lanzmann que se emite los lunes, a las 23, por Canal Encuentro. Dividido en ocho capítulos, este documental de nueve horas y media muestra las entrevistas que Lanzmann les hizo a víctimas, testigos y verdugos de ese terrible genocidio que marcó la historia del siglo XX.
Conmovedora desde la primera secuencia, brutal por la crudeza de los testimonios, devastadora por la verdad que emana de sus imágenes, Shoa es también una lección de ética y estética. De ética, porque Lanzmann sostiene que no se puede filmar el horror, de ahí que no utilice imágenes de archivo, ni acompañamiento musical, ni voz en off, ni nada que pueda servir para representar lo irrepresentable. De estética, porque evita en todo momento estetizar el espanto. Su cámara no alimenta ninguna belleza parasitaria, ningún rasgo que desvíe la mirada del espectador. Sólo está la voz del sobreviviente o del que vivía cerca de alguno de los campos y cuenta los sonidos que se escuchaban a lo lejos; o la palabra de quienes veían llegar los trenes y se acercaban a ellos con asombro y consternación.
La idea de Giorgio Agamben de que el único testigo es el testigo muerto parece haberse encarnado en el cineasta francés. ¿Cómo podría filmarse el ingreso de los judíos a la cámara de gas? Ninguna imagen puede dar cuenta de lo inexplicable sin caer en cierta banalidad. Los libros de historia han descrito el holocausto desde diversas perspectivas. Pero hay una instancia que seguirá siendo un misterio: el descenso de lo humano a la zona del mal absoluto. Porque mal que les pese a ciertos filósofos de la posmodernidad, existe el bien y existe el mal. Y el mal lo representaron los nazis en el siglo pasado. Si alguien cree otra cosa no está defendiendo una idea; lo que defiende es la cultura de la muerte.
La decisión moral de Lanzmann de sostener que el horror es irrepresentable lo lleva a trabajar sobre la huella que dejó el genocidio. Su película ronda lo que ocurrió a través del rumor, de lo que se dijo o escuchó, de lo que vieron algunos, de los silencios y de la contundencia de quienes fueron cómplices directos o indirectos. En los primeros diez minutos del film, un sobreviviente va en una canoa cantando la canción que le hacían cantar los nazis cuando tenía trece años. A los verdugos les gustaba la voz del muchacho. Sólo por eso no lo mataron. Los ojos de esa criatura, sin embargo, vieron cómo asesinaban a toda su familia. El horror, en Shoa , es el de los vestigios. Los mismos que se reeditan en cada judío cuando hay un atentado o algún delirante se empeña en negar el Holocausto.
Lo contrario de la película de Lanzmann es la insoportable superficialidad de La vida es bella , de Roberto Benigni. Aunque haya ganado tres premios Oscar de la Academia, la idea de incluir el humor en un campo de concentración o de suponer que puede haber un final esperanzador, como delata la secuencia de la liberación una vez concluida la guerra, resulta insostenible. O mejor: insoportable. Quienes hemos conversado con sobrevivientes sabemos que los acompaña toda la vida algo de lo irrepresentable, de lo no dicho, de lo silenciado. El dolor no concluyó con el fin de la guerra. Shoa significa catástrofe. El admirable documental de Lanzmann habla de ese derrumbe como nadie lo hizo. Ser judío hoy es también convivir con aquellos muertos que ni descansan en paz ni pudieron despedirse de la vida.
Por más extraño que parezca, el Holocausto ha sido un fenómeno de la modernidad, ya que para perpetrar el genocidio hicieron falta desde fábricas hasta una logística de transportes. Las cámaras de gas se implementaron para que los asesinatos en masa resultaran más económicos. La mano de obra esclava sostenía parte de la industria del régimen. La propaganda implementada por Goebbels convirtió al judío en un producto desechable, a la par de un insecto molesto o de un monstruo aliado con los bolcheviques. ¿Pero cómo fue posible que en el corazón de la culta y distinguida Europa ocurriera semejante cosa? Responde Sófocles: "Hay cosas tremendas, y ninguna más tremenda que el humano".
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