Sartre, en los ojos de Simone de Beauvoir
Más allá de la literatura y el teatro, más allá de la filosofía, del ejercicio del periodismo y de la acción política, Jean-Paul Sartre fue muchas cosas para personas diversas y en diferentes épocas: modelo a imitar o a combatir, amigo, adversario (enemigo, también), vehemencia de la pasión, cálculo de la razón. Para Simone de Beauvoir, sin embargo, lo fue todo. No lo único, pero sí todo. Una cierta declinación de lo absoluto que tiñó cada relación, cada punto de vista, cada decisión vital. A cuarenta años de su muerte, el autor de La náusea puede ser recordado (existencia poliédrica, al fin) de varias maneras. Una, singular, es hacerlo a través de los ojos de la mujer con la que compartió décadas de ilusiones y desencantos, amores y rechazos, fecundo intercambio intelectual. Dejemos de lado el descarnado retrato de esas dos almas lúcidas en pugna y a la vez en humana comunión ante la proximidad de una muerte inexorable, con su esperpento de decrepitudes y vejaciones, pintado en La ceremonia del adiós. Volvamos mejor a las páginas luminosas, por potentes, de La fuerza de las cosas, volumen autobiográfico donde De Beauvoir narra los hechos de su vida (perdonen la simpleza los filósofos) entre 1944 y 1962, años de esplendor espiritual después de la guerra: aun en medio de la escasez material, de la pobreza y del hambre, bullían las ideas, los proyectos, los entusiasmos. Las ganas.
En esas líneas, la presencia de Sartre es constante, incluso cuando no es física. Simone puede viajar sola o en compañía de amigos, pero tendrá en algún momento un pensamiento referido a él, a sus circunstancias, al complejo engranaje que pone en movimiento sus ideas. Escribe De Beauvoir, explicándose a sí misma y a Sartre (y dando, de paso, algo que pensar a los "antisistema" de hoy): "En nuestra juventud nos habíamos sentido próximos al PC, en la medida en que su negativismo concordaba con nuestro anarquismo. Deseábamos la derrota del capitalismo, pero no el advenimiento de una sociedad socialista que nos habría privado, según pensábamos, de nuestra libertad. En ese sentido, el 14 de septiembre de 1939, Sartre anotaba en su cuaderno: ?Heme aquí curado del socialismo si es que tenía necesidad de curarme de él'. En 1941, sin embargo, al crear un grupo de resistencia asoció para bautizarlo las dos palabras: socialismo y libertad. La guerra había operado en él una conversión decisiva".
Observadora aguda y extraordinariamente perceptiva, conocedora como pocos de los sutiles mecanismos que movían la mente y el alma de Sartre por debajo de sus lujosos ropajes teóricos, De Beauvoir apunta con visión de rayos equis la contradicción fundamental que agitaba el poso de ese ser "existente": gracias a la guerra, Sartre "comprendió hasta qué punto, a pesar de que lo condenaba, había estado unido al orden establecido. En todo aventurero hay un conservador; para edificar su figura, para proyectar en los tiempos futuros su leyenda necesita de una sociedad estable. Entregado hasta la médula a la aventura de escribir, habiendo deseado ávidamente desde la infancia ser un gran escritor y la gloria inmortal, Sartre apostaba en favor de una posteridad que retomaría por su cuenta, sin censura, la herencia de este siglo; en el fondo permanecía fiel a ?la estética de la oposición' de sus veinte años: encarnizado en denunciar los efectos de esa sociedad, no deseaba transformarla". Esta revelación sobre sí mismo produciría una reacción y una respuesta filosófica basada en la moral de la "autenticidad" que se alimenta de la libertad ("todas las situaciones podían igualmente ser salvadas si se las asumía a través de un proyecto"). Eran los prolegómenos de una travesía intelectual que marcaría el siglo XX. Acaso nada más fascinante (y más perturbador) que descubrir las grietas en aquellas construcciones de nuestra intimidad que creíamos más sólidas.