Salud, herederos de Hipócrates
Médicos. La clase de personas que vamos a visitar cuando hicimos todo mal (o tuvimos poca suerte) y pretendemos que nos curen mágicamente con una pastillita o algo.
Tengo muchos amigos médicos y siento una enorme admiración por esta profesión. Su trabajo es detectivesco e impone desafíos desmesurados. Primero, porque somos orgánicamente muy complejos; el mismo síntoma puede apuntar a centenares de patologías. Segundo, porque somos mucho más que organismos. Tercero, porque ellos, los médicos, también son humanos.
Solo para el registro, sí, los hay pésimos. Me topé con uno, por ejemplo, que, frente a mi cuadro (una angina muy fuerte), me miró de lejos, me recetó algo que en los días siguientes me causó mucho daño, y le hizo firmar a un familiar que me acompañaba el formulario de la prepaga, para que yo no tocara su birome. Pero han sido casos excepcionales. Y papanatas hay en todas partes.
Aparte de honrarme con su adamantina amistad, Valeria, profesora adjunta de Anatomía en la Facultad de Medicina de la UBA, me recomendó a mi médico de cabecera actual, Raúl. Recuerdo nuestra primera entrevista. Para mi más absoluto asombro, no me preguntó qué me pasaba ni qué me dolía. Me dijo:
-Hablame de vos.
Miren que no es fácil dejarme sin palabras. Pero durante un momento no supe ni por dónde empezar. Lo que era, de por sí, un síntoma. Varios años después, ante cualquier duda, hablo con Raúl.
Ya les conté mi experiencia con aquél neurólogo que adivinó el motivo de mi visita sin que yo le dijera nada (https://www.lanacion.com.ar/2047007). Un genio. Fue el primero en dejarme pensando en los retos que estos profesionales enfrentan a diario, en ocasiones con solo unos segundos para tomar una decisión que podría no tener vuelta atrás. Aunque he olvidado su nombre, sé que logró que me pusiera en su lugar, y la situación me dio muchísimo miedo. Creo que no tendría el coraje.
Durante los dos años que dirigí el suplemento Salud de LA NACION tuve la oportunidad de hablar con muchos médicos. Confirmé mi teoría. Hace falta un enorme valor para dedicarse a curar.
De pequeño padecí lo que por entonces se llamaba bronquitis espasmódica. Hablemos claro. Eso era asma. Todavía hay una lista así de larga de eufemismos para referirse a esta enfermedad. Pero se llama asma, y se trata y se controla; con eufemismos no arreglamos nada.
El pediatra anticipó que la condición desaparecería con los años. Acertó. Pronto las nebulizaciones (que eran una pesadilla para un nene de dos años), los ataques y la medicación se convirtieron en un mal recuerdo. Veinticinco años más tarde, tras una temporada en la que trabajé hasta 20 horas por día durante meses, caí en cama con una bronquitis. Vinieron a casa varios médicos, pero el astuto paciente se olvidó de darles el dato, no menor, de su asma infantil. Por eso, y en parte por inexperiencia y porque no eran especialistas en el tema, no acertaban con el diagnóstico. Cuando se me acabó la paciencia, fui a ver a un reconocido neumólogo del Hospital Británico. Luego de cinco segundos de oírme respirar, me dijo:
-Vos tenés un ataque de asma importante-, y me recetó una inyección que me curó en dos horas lo que llevaba varias semanas sufriendo. Aplausos de pie, doc.
Podría seguir contando casos así durante horas. Y eso que, por fortuna, he sido bendecido con una salud bastante sólida. Pero ayer fue el Día del Médico, y estas líneas son un tributo a una de las profesiones más extremas que existen. Preferí mencionar solo nombres de pila porque Valeria, Raúl y Jorge, el reconocido neumólogo, representan a un vasto grupo de personas. Personas reales que, sin embargo, se enfrentan cada día con lo inexorable, con el destino, y con los tres enemigos más temibles que conoce la humanidad: la enfermedad, el dolor y la muerte.