Renovar el corazón en la Pascua
Me causó asombro y perplejidad preguntarle a un conocido cómo estaba y que me respondiera: "Mal, pero acostumbrado". Uno de los peligros más grandes que nos acechan es, precisamente, el "acostumbramiento". Nos vamos acostumbrando tanto a la vida y a todo lo que hay en ella que ya nada nos asombra; ni lo bueno para dar gracias ni lo malo para entristecernos de verdad.
Nos acostumbramos a levantarnos cada día como si no pudiera ser de otra manera; nos acostumbramos a la violencia como algo infaltable en las noticias; nos acostumbramos al paisaje habitual de pobreza y de la miseria caminando por las calles de nuestra ciudad; nos acostumbramos a la tracción a sangre de los chicos y las mujeres en las noches del centro cargando lo que otros tiran.
El acostumbramiento nos anestesia el corazón, no hay capacidad para ese asombro que nos renueva en la esperanza, no hay lugar para el reconocimiento del mal y para luchar contra él.
Sobrevienen momentos fuertes, como un shock, que suelen arrancarnos de ese acostumbramiento malsano para colocarnos en la brecha de la realidad que siempre nos desafía a un poco más. Por ejemplo, cuando perdemos a alguien o algo muy querido solemos agradecer lo que tenemos, aquello que hasta un momento antes no habíamos valorado lo suficiente.
La Pascua se presenta como ese momento fuerte, ese punto de inflexión capaz de sacar el corazón de la rutina y de la pereza del acostumbramiento. Para ser auténtico y dar sus frutos, lejos de ser éste un tiempo de cumplimiento, ha de ser un período de conversión, de volver a las raíces de nuestra vida creyente. Conversión que brota de la acción de gracias por todo lo que Dios nos ha regalado, por todo lo que obra y seguirá obrando en el mundo, en la historia y en nuestra vida personal.
La acción de gracias y la conversión caminan juntas. "Conviértanse porque el Reino de Dios está cerca", proclamaba Jesús. Sólo la belleza y la gratuidad del Reino enamoran el corazón y lo mueven verdaderamente al cambio. Jesús, al enviar a sus discípulos a anunciar ese Reino, los invita a dar gratuitamente porque quiere que su Reino se propague mediante gestos de amor gratuito. Así, los hombres reconocieron a los primeros cristianos portadores de un mensaje que los desbordaba.
Y la Iglesia sólo crece y se ahonda por atracción, por testimonio y no por proselitismo. La conversión cristiana ha de ser una respuesta agradecida al maravilloso misterio del amor de Dios que obra a través de la muerte y resurrección de su Hijo y se nos hace presente en cada nacimiento a la vida de la fe, en cada perdón que nos renueva y sana.
Por esa conversión, volvemos a las raíces de la fe y nos damos cuenta de que todo nos fue dado por iniciativa gratuita de Dios y no hay fe verdadera que no se manifieste en el amor que es cristiano si es generoso y concreto. Un amor decididamente generoso es un signo y una invitación a la fe. Cuando nos hacemos cargo de las necesidades de nuestros hermanos, como lo hizo el buen samaritano, estamos anunciando y haciendo presente el Reino.
Acción de gracias, conversión, fe, amor generoso son algunas de las palabras clave en este tiempo de Pascua.
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