Príncipe heredero con acné
Abundan las repúblicas, los gobiernos populistas elegidos democráticamente, cuyas autoridades ejercen un poder despótico, se eternizan en el poder y se convierten en dinastías supuestamente democráticas, pero en realidad absolutistas, del tipo “El Estado soy yo.” Los hay en todos los continentes, menos en la Antártida. Y, por supuesto, en todos los países hay reclamos, gente que sale a la calle a protestar, a hacerse oír. Sin embargo, en la fantasía de los gobernados –clase media, media baja y probablemente hasta los proletarios, creo que no en la imaginación del lumpenproletariado–, el hechizo de las monarquías, de los príncipes y las princesas, sigue en pie. Basta ver en los catálogos de distintas plataformas de cine y series por streaming la infaltable y nutrida sección reservada a la nobleza y a las familias reales. Se supone que los programadores, por medio de los algoritmos, saben, eso dicen, lo que quiere el público.
La realeza inglesa de todas las épocas, ya no digamos en el siglo XX y lo que va del XXI, es una fuente inagotable de escándalos, traiciones, adulterios, pasiones entre nobles y plebeyos, vínculos no bien vistos de todo el alfabeto, no sólo LGBT…
Los Windsor han hecho mucho por la televisión mundial y el entretenimiento global, ya sea teatro, entrevistas, prensa del corazón. Además, han contado con excelentes actores para representarlos. Isabel II fue la más afortunada, la interpretó Helen Mirren. ¡Qué más se puede pedir! Después vino la excelente serie The Crown, en la que uno se entera de hechos que se han ido perdiendo en la intensa vida social y bélica del siglo XX. Por ejemplo, esos interminables días de espesa niebla londinense en la década de 1930, que impedía circular por la capital, son un dato que, creo, no ha aparecido en ningún otro espectáculo.
Ahora, hay una serie sueca recién estrenada sobre reyes y príncipes, no sobre los Windsor, pero no se ocupa de personajes de la realidad, sino de ficción. Jóvenes altezas (primera temporada) tiene como protagonista al príncipe heredero de Suecia, un adolescente, Wilhelm, interpretado por Edvig Ryding, que se educa en un colegio de élite, es gay y se enamora de un compañero también gay, Simon (el actor y cantante venezolano Omar Rudberg). Éste es un estudiante becado, pobre, de familia no europea y de piel dorada de mestizo. Simon y Wilhelm se enamoran. Esta serie continúa la tradición de La princesa que quería vivir, pero en época actual: la princesa es ahora un príncipe gay.
Un detalle que me llamó mucho la atención. El actor Edvig Ryding, el príncipe, es rubio, de buen pelo más bien largo, blanco, no tiene ojos celestes (raro), sino castaños y lo más inesperado: su cara está invadida por el acné. Omar Rudberg (Simon, el plebeyo) también está afectado por esa misma enfermedad, pero más leve. Hace años que no veo a nadie con acné en la televisión, el cine, la calle o la vida real.
Me pregunto por qué los cineastas suecos eligieron de príncipe a un actor con acné. ¿Para mostrar que el heredero “somatiza” el estrés en la piel? ¿Para que el público vea que los miembros de la realeza son como todos los seres humanos? Con un trastorno facial, “democratizaron” al heredero de la corona. ¿Un príncipe con acné y toda La Prairie a su disposición? Raro.
En mi vida, solamente conocí en la juventud a un muchacho argentino que era monárquico, algo que me asombró. En dos oportunidades, se fue a París para asistir a la conmemoración, organizada por los monárquicos franceses, de la muerte en la guillotina de Luis XVI. Nunca le pregunté a quién hubiera propuesto como rey de la Argentina. De todos modos, si, por esas cosas del Cono Sur, se declarara la monarquía, entre los requisitos para el príncipe heredero habría que exigir: “sin acné”.