Otra parábola de un hijo arrepentido
Aun con lo extraordinarios que somos los seres humanos, cada uno con su historia particular y las vivencias que anota –que piensa– en su propio diario íntimo, resulta a veces inesperada la evidencia de que estamos hechos de una misma fibra sensible y, por eso también, tan súbitamente ordinarios. No sorprende la universalidad de algunos sentimientos –el llanto feliz por el nacimiento de un hijo, el dolor punzante por la pérdida de un hermano-, sino las réplicas de ideas que subyacen a esos eventos íntimos y que de alguna manera percibimos como únicas, aunque evidentemente no lo son tanto.
Escribe Rodrigo García hacia el final de Gabo y Mercedes: una despedida (Literatura Random House), conmovedor relato que el cineasta y guionista colombiano publicó recientemente. “En el fondo de mi mente tengo la inquietud de que tal vez no los conocí lo suficientemente bien, y sin duda lamento no haberles preguntado más por los detalles de sus vidas, sus pensamientos más íntimos, sus mayores esperanzas y temores”. Por supuesto, le dedica esta reflexión al Premio Nobel y a esa mujer tan compañera –que no fue “la viuda” de nadie sino ella misma, para parafrasearla– en una crónica que da testimonio de sus últimos años de hijo. Primero perdió a su padre, García Márquez, en 2014, y en agosto último, a su madre. En la misma página, unos párrafos más abajo, remata con una teoría astronómica sobre la orfandad: “La muerte del segundo progenitor es como mirar a través de un telescopio una noche y ya no encontrar un planeta que siempre estuvo allí”.
Como desnuda frente a la hoja de papel convertida en un espejo, confirmo qué poco original resultó todo ese manojo de interrogantes que fui juntando en estos años: ¿por qué no quise saber más sobre la infancia de él o la nostalgia que parecía anidar siempre en ella? ¿Qué añoraba en cada tango además del bandoneón de su viejo? A la manera de García Barcha –el hijo de Gabo y Mercedes– también me pregunto: ¿qué pensaban a la noche, después de apagar la luz? Creo que hay cierta arrogancia propia de la juventud que no es tierra fértil para que florezca esta clase de interés y que, al revés, en la curva de la vida nos puede pasar que, como el hijo arrepentido, necesitemos volver a casa por respuestas. Una parábola nos deja una enseñanza, me repetían en la escuela: esta otra parábola advierte que conviene que no sea demasiado tarde. “Durante algunos años, después de que empecé a trabajar como director de cine, solían preguntarme qué artistas me habían influenciado. Con mucha diligencia lanzaba una lista de nombres, más o menos original, en gran parte obvia, hasta que un día me di cuenta de que estaba siendo deshonesto. Ningún director, escritor, poeta –ninguna pintura ni canción– han influido más en mí que mis padres, mi hermano, mi esposa y mis hijas. Casi todo lo que vale la pena saber se aprende todavía en casa”.
Un huérfano no es el niño abandonado en un canasto sobre el umbral ni un pobre desamparado: como si hiciera falta, me lo recuerdan los libros a cada rato. La policía de la memoria (Tusquets), ficción que despido esta noche, tiene una protagonista que, sin querer y de sopetón, vive en la soledad de su casa familiar un extraño fenómeno: paulatinamente las cosas se van desvaneciendo y, con ellas, desaparecen los recuerdos y las emociones que solían generar. La novela de Yoko Ogawa me llega ahora detrás de aquella otra en la que un hombre conserva durante 34 años un bloque de Lego rojo, el más común, el de 2x4, y lo lleva con él en el bolsillo hasta el día que lo deja caer dentro del ataúd de su madre. La pieza “no es su padre, sino más bien el recuerdo de un recuerdo, símbolo de la filiación y de la felicidad”, le hace decir al narrador la mano del francés Hervé Le Tellier. Y ahí están también en los de los meses anteriores, haciendo sus cameos, en cuentos y novelas. Será que el mundo real está lleno de gente preguntándose en este instante: ¿por qué no les pregunté? Es pregunta.