¿Nos merecemos las Malvinas?
Las islas Malvinas son un sentimiento. Y como tal, su derrotero transcurre por el plano emocional, que siempre es impulsivo, espasmódico, ciclotímico. Lamentablemente, el reclamo de su soberanía no es una cuestión de Estado -que supone una estrategia permanente y de largo plazo consensuada entre los actores sociales decisorios-, sino que figura como prioridad de la agenda de política exterior argentina que se activa en función de alguna necesidad doméstica del gobierno de turno, o por impuso británico.
Vale recordar que ya se había cerrado el capítulo de la guerra de 1982, cuando se firmaron, en 1990, los acuerdos bilaterales con Gran Bretaña. Esos documentos son la "Declaración Conjunta de las Delegaciones de la Argentina y el Reino Unido", que instaló la figura del "paraguas" acerca de la soberanía, y su complemento, el "Convenio entre el Gobierno de la República Argentina y el Gobierno del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte para la Promoción y Protección de Inversiones". Entre muchos temas se acordó que la Argentina se comprometía a informar a Gran Bretaña sobre los movimientos que realizan nuestras Fuerzas Armadas en el Atlántico Sur, a través de un sistema de seguimiento sobre la navegación marítima y aérea de la zona austral. También se aceptó el derecho de los británicos a resguardar sus bienes, intereses e inversiones, reconociendo a los tribunales judiciales de la Corona como última instancia. Ambos instrumentos legales dejaron en claro quién había ganado la guerra y quién la había perdido. Una capitulación en términos diplomáticos con consecuencias en el campo político y económico.
La política exterior de un país no es otra cosa que un espejo de su política interior. Esta realidad bien podría explicar por qué recibimos sólo solidaridad formal de los países capaces de convencer a Inglaterra de un cambio de actitud, y ninguna decisión concreta que la obligue a sentarse a negociar.
En las últimas décadas, la sociedad argentina ha dado sobradas muestras de una débil conciencia de lo que es ser una nación soberana. Las acciones para recuperar las Malvinas se desenvuelven en el intrincado mundo del derecho y la política con miles de fojas y expedientes que se repiten cada año. Pero la soberanía es mucho más que una gestión administrativa o el reclamo de una escritura por un territorio perdido. Es, ante todo, un ejercicio práctico y cotidiano del conjunto de la población y en especial de sus dirigentes, determinado por una profunda voluntad de ser soberano. Es cuidar, defender, proteger y valorar lo que se tiene, lo que se hace, lo que se es.
Hemos resignado importantes espacios de soberanía interna, de forma directa o indirecta, activa o pasiva. Mientras reclamamos con indignación la devolución de 1.200.000 hectáreas que componen las islas Malvinas, en territorio continental vendimos a extranjeros -entre ellos a británicos- inmensas porciones de tierras que llegarían a representar un 15% del total de las zonas rurales; es decir, 15 millones de hectáreas. O, si se prefiere, algo más de once Malvinas.
Qué reclamo soberano podemos invocar si, a pesar de la inmensidad de país que poseemos, seguimos condenando a que 10 millones de argentinos no puedan tener, al menos, un metro cuadrado propio. No son dueños de un país del que se dice les pertenece. Además, históricamente nos hemos negado a reconocer el derecho soberano de los pueblos originarios sobre sus tierras arrebatadas.
Evidenciamos una enorme limitación para controlar nuestros espacios de frontera. Las mafias del narcotráfico, el contrabando, la trata de mujeres y niños, usurpan con llamativa libertad esos lugares que marcan el contorno del país. Mientras los distintos gobiernos de todo signo reclaman por las Malvinas, al mismo tiempo impulsaron políticas de abandono del territorio continental a manos de una concentración económica, política y cultural que provoca inmigraciones internas hacia las grandes ciudades.
Perdimos soberanía energética. Alertamos de la intención británica de dominar las cuencas petroleras del Atlántico Sur, y aquí mansamente aceptamos como un destino inmodificable que el control de los recursos estratégicos como el petróleo, gas y minero, estén en manos de las principales potencias mundiales. Ya no podemos autoabastecernos y debemos comprar energía a los mismos países a los que les entregamos nuestras riquezas naturales. Y gracias al gas que nos suministran los buques y empresas británicas este invierno podremos, al menos, soportar el frío.
Hemos bastardeado soberanía económica y financiera. Las inflaciones de la historia pulverizaron el valor de la moneda, principal símbolo soberano de un país. El peso casi desaparece en los años 90; aceptamos con pasmosa normalidad que el patrón de referencia dominante sea una moneda extranjera: el dólar norteamericano. Si alguna duda quedaba de la baja valoración hacia nuestro peso, allí están los más de 176 mil millones de dólares que los argentinos se llevaron del país por desconfianza hacia su propio Estado.
Resignamos soberanía alimentaria. El negocio del campo, que ubica a la Argentina como potencia mundial, está controlado por las grandes comercializadoras internacionales que dominan los mercados. Somos capaces de producir alimentos para más de 400 millones de personas, pero millones de argentinos padecen problemas de alimentación y miles de niños figuran en la categoría de desnutridos. Somos incapaces de defender la riqueza ictícola de plataforma marítima, saqueada a diario por buques de todo el mundo sabedores de que no tenemos naves ni aviones para hacer valer nuestros derechos.
Perdimos también soberanía humana. En las últimas décadas, alrededor de un millón de argentinos debió abandonar el país buscando un destino mejor, que aquí se les negó. Profesionales formados en las universidades públicas aportan hoy sus talentos para el desarrollo de otras naciones. Un pedazo de país que recorre un doloroso exilio forzado por nosotros mismos, a pesar de que aquí aún está todo por hacer.
Tenemos millones de desocupados, ciudadanos fuera del sistema, kelpers en su propia tierra. Decenas de miles de argentinos se asesinaron entre sí con crímenes políticos y terrorismo de Estado. Entre nosotros nos hemos matado más que las bajas producidas por los ingleses en las invasiones de 1806 y 1807, la batalla de la Vuelta de Obligado y la Guerra de Malvinas. Y con vergüenza escondimos a los soldados que combatieron en las islas impulsados por el ideario nacional.
Rifamos soberanía política-institucional con una lastimosa historia repleta de golpes cívicos-militares, violación del Estado de Derecho, bajo apego a la legalidad. Corrupción sistémica. El único logro que tuvo el país en su reclamo por Malvinas en más de un siglo y medio ocurrió, y no por casualidad, en un gobierno constitucional, el de Arturo Illia, que obtuvo la resolución 2065 de las Naciones Unidas, que obligó a Gran Bretaña a sentarse a negociar. Pero poco tiempo después fue derrocado por un dictador "nacionalista" con importante apoyo social.
¿Cuán creíbles podemos ser con estos antecedentes? En realidad, nos muestran cómo una sociedad poco convencida de ejercer sus derechos soberanos adquiridos. Tampoco hay que confundirse. Estas pérdidas de soberanía no se solucionan recorriendo el camino inverso: expropiando, nacionalizando, estatizando todo, expulsando la inversión extranjera o regresando a falsos nacionalismos. De hecho, la última dictadura militar nos condujo a la guerra teniendo todo el control sobre los recursos naturales, la economía y los servicios públicos, y un cepo sobre la población. Aún así, nos llevó a un fracaso tan rotundo que creó las condiciones para que la frustración de la derrota militar fuera traspolada a muchos aspectos de la vida nacional.
Estoy convencido de que las islas Malvinas y demás espacios del Atlántico sur son argentinas por historia y derecho, y que el compromiso hay que honrarlo por aquellos que murieron en nombre de todos. Pero no es menor el valor que representa la integridad ética y moral de quien reclama; construye el respeto que nos deberían tener las naciones democráticas para que tomaran como propio nuestro justo reclamo.
Este aniversario de la guerra se presenta como una inmejorable oportunidad para revisar nuestra conducta soberana, mirarnos sin autoflagelaciones y sin negaciones obtusas acerca de qué hicimos y hacemos con lo que tenemos. Aceptar, aunque pueda doler, que es difícil recorrer el mundo reclamando la soberanía arrebatada mientras que por la puerta de atrás se la desvaloriza, se la entrega sin pudor. Un país que no valora lo propio tiene menos posibilidades de ser escuchado, y cuanto más débil es, más necesita gritar para llamar la atención. También es un tiempo ideal para ponernos de acuerdo y explicarnos a nosotros mismos qué haremos con las Malvinas el día después de su recuperación. Al menos para no repetir comportamientos y errores del pasado.
Este tiempo puede ser oportuno para intentar reconstruir la cultura del pleno ejercicio soberano sobre nuestra Nación. Volver a ser dignos hacia adentro y así, seguramente, las Malvinas serán nuestras como un hecho natural, irreversible, inevitable. Las tendremos no sólo por convicción sino, esencialmente, por amor a lo que nos pertenece. © La Nacion