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Cada vez hay más columnistas on line que eligen privar a sus lectores de la posibilidad de comentar sus textos. El circuito de la comunicación termina, para ellos, cuando el mensaje emitido llega al receptor. O, dicho más dramática y familiarmente, cuando los grandes hablan en la mesa, los chicos guardan silencio. Lo que yo digo es lo importante y lo que Usted tenga para decir no sólo es irrelevante sino que me importa un comino. El ejercicio del periodismo cancela la conversación en lugar de estimularla y censura la opinión del lector que lo sostiene.
Cada vez hay más columnistas on line que eligen privar a sus lectores de la posibilidad de comentar sus textos. El circuito de la comunicación termina, para ellos, cuando el mensaje emitido llega al receptor
Debo admitir que no es fácil poner la cara para que a uno lo sopapeen despiadadamente. O, como es mi caso, recibir más comentarios acerca de mi moñito que de mis ideas. Es verdad que acechan escondidos en el anonimato de la web, damas y caballeros prestos a saltarnos al cuello apenas detectan nuestra firma en el cabezal de las columnas. Tengo, por ejemplo, un entusiasta seguidor (Liouville es su nom de guerre) que, como el perro de Pavlov, cada vez que tropieza con un texto mío procede a postear su simpático caballito de batalla: "Pliner es de lo peorcito que se lee últimamente en La Nación". Sería injusto si no dijera que batalla persistente en el rincón opuesto un tal Orestes Omar siempre dispuesto a defender las tonterías que escribo.
Acechan escondidos en el anonimato de la web, damas y caballeros prestos a saltarnos al cuello apenas detectan nuestra firma en el cabezal de las columnas
Los hay que insultan, siempre, eso sí, exhibiendo una envidiable creatividad ortográfica para impedir que sus comentarios acaben en el tacho de basura. Los hay que me descalifican porque a mí no me conoce nadie, muchas veces sin advertir que esa descalificación conlleva la de sus propias opiniones, que también son publicadas, a diferencia de las mías enmascaradas con un seudónimo. Los hay que se pelean entre ellos sin prestar la más mínima atención al contenido del texto. Los hay que reclaman la aparición inmediata del señor Roberts, que a esta altura del campeonato ya debería pensar en cederme una parte de su salario. Los hay, felizmente, que me leen, que acuerdan o desacuerdan, que discuten, que opinan y que, indefectiblemente, me abren a visiones y pensamientos diferentes.
A todos los leo con idéntico interés. Incluidos los que, en un curioso despliegue de fantasía, se permiten negar la existencia real de mi compañero Ferretti. Aprovecho para decirles que Ferretti vive, que no aparece con su verdadero nombre por su expreso pedido y que es un hombre mayor, de baja estatura, pelo canoso, anticuado bigotito y ojos vivaces, muy parecido físicamente a quien fuera Homero Alsina Thevenet, uno del que aprendí mucho sin que nunca me enseñara nada.
La libertad de prensa se construye a partir de la posibilidad que me da un diario con el que no comulgo de publicar esta columna. Pero también, y sobre todo, con la posibilidad de que sus lectores puedan volcar allí sus ideas
A todos los leo, les decía, y de todos saco provecho. Siento que de esa forma defiendo el derecho de expresión de absolutamente todos los que desean practicarlo, y no sólo el de los dueños de los medios, sean estatales o privados.
Me gustan las canchas difíciles; no juego para la tribuna, ni me interesa ser ovacionado por el sólo hecho de ser local. La libertad de prensa se construye a partir de la posibilidad que me da un diario con el que no comulgo de publicar esta columna. Pero también, y sobre todo, con la posibilidad de que sus lectores puedan volcar allí sus ideas, sin censuras de ninguna especie. Defiéndanla.
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