Naturalizar la impunidad
Durante los últimos años, muchas personas que compartimos diferentes espacios y proyectos reflexionamos una y otra vez acerca del silencio de un sector de la intelectualidad progresista, hoy oficialista, ante fenómenos que conmueven la escena social.
También nos preguntamos acerca de nuestras propias percepciones sobre la realidad y, en un universo complejo e impregnado de construcciones ficcionales, nos cuestionamos sobre la validez de algunas ideas que hemos mantenido y seguimos sosteniendo a lo largo del tiempo.
En este ir y venir descubrimos que, a pesar de las incertidumbres, nuestras convicciones siguen operando con fuerza en el cuerpo de nuestras ideas, en nuestros anhelos subjetivos y en la voluntad de nuestro accionar.
Si algo nos define como intelectuales es pensar sobre el mundo y la sociedad en la que vivimos, poner en cuestión los problemas que nos plantea, promover el debate de ideas, intentar leer más allá de la letra manifiesta y visibilizar lo oculto, tratar de salir de la mera apariencia de los efectos para bucear en las causas que los determinan. En síntesis, sostener nuestra capacidad y conciencia crítica.
No encontramos este ánimo en algunos trabajadores del campo de la cultura, a quienes hemos respetado y queremos seguir respetando, pero que al posicionarse como voceros del Gobierno han producido una metamorfosis en relación con su historia y su posicionamiento cuestionador.
La posmodernidad, correlato en la cultura del llamado neoliberalismo, parece haber hecho marca profunda en nuestro universo intelectual. La banalización recorre el campo de las ideas. Desde esta perspectiva, el silencio frente a la impunidad actual, entendida ésta en su sentido más amplio, puede dar cuenta de este acomodamiento al que nos referimos.
Asistimos a verdaderos escándalos de diferente naturaleza y calidad, que tienen como denominador común esta impunidad en relación con las responsabilidades de quienes nos gobiernan.
¿La amenaza macartista a los periodistas, por parte de un juez que podría considerarse del grupo de "la servilleta" -como los llamaba un ministro de la década del 90- por la difusión de datos sobre inflación distintos de los del Indec no compromete el accionar oficial? ¿Acaso el secretario de Comercio no es pieza imprescindible del entramado político del oficialismo? ¿La coacción de esta Justicia adicta, que nos recuerda la inolvidable obra de Arthur Miller sobre la "caza de brujas", no merece sanción social y efectiva?
El accidente de tren en la estación Flores, accidente de aquellos que se consideran evitables, en el que murieron 11 personas y hubo centenares de heridos, fue interpretado en la versión compartida oficial y de TBA como una cuestión determinada básicamente por una imprudencia humana. ¿No tendría que responder el Gobierno por los numerosos anuncios y por la inauguración de obras para el soterramiento de las vías que realizó en 2008, en el lugar donde ocurrió el accidente? Parecería que estos actos tan promocionados, como en el caso de Tafí Viejo y tantos otros lugares en relación con el ferrocarril, comienzan y terminan con las inauguraciones.
La absolución de 18 imputados por el contrabando de armas a Croacia y Ecuador no parece ser considerada un escándalo de corrupción e impunidad, más aún cuando esos hechos sugieren alguna vinculación interna con la explosión de Río Tercero. ¿No tendría que dar una explicación el Gobierno sobre el manto protector que impulsa hacia su actual aliado político Carlos Menem, nuevamente con la ayuda de la Justicia adicta?
Hace pocas semanas se cumplieron cinco años de la desaparición de Julio López: no hay ninguna línea de investigación cierta, no hay ningún imputado. El gobierno que se autoproclama defensor de los derechos humanos no consideró el tema de su incumbencia. La inacción, indiferencia y silencio caracterizaron su actitud.
¿Los 14 asesinados por el accionar de las patotas paraestatales y las fuerzas represivas en el último año no son un dramático ejemplo de la impunidad con que el gobierno nacional y los gobiernos locales aplican la criminalización de la pobreza y de la protesta social? ¿Quedará también impune la violenta detención de un dirigente de los trabajadores ferroviarios enfrentado a la conducción nada menos que de Pedraza?
Mientras tanto, dolorosamente, asistimos a la exhibición, en episodios, de los negociados que involucran a Schoklender, la Fundación Madres de Plaza de Mayo y al gobierno nacional. ¿No tendría el Gobierno que explicar al pueblo argentino sobre el manejo discrecional de los fondos para obras públicas?
Estos temas no parecen guardar relación. Sin embargo, el hilo que los hilvana es la impunidad. Y vale la pena que recordemos que ésta no configura un delito privado, sino un abandono de la función de garante que tiene que cumplir el Estado. Pero el Gobierno no se siente interpelado, no considera su obligación dar cuenta de hechos en los que tiene un papel protagónico.
No se propone siquiera afrontar un debate, dar alguna explicación o, eventualmente, relevar a algún ministro. Por el contrario, los ministros se colocan en denunciantes de una malintencionada campaña contra el gobierno "nacional y popular". Toda exigencia de esclarecimiento y justicia sólo recibe como respuesta la acusación de ser parte de la campaña de desprestigio orquestada desde el Grupo Clarín.
Nuestra Presidenta maneja un discurso épico en el que pretende presentarse como vocera de una nueva ética de lo social. Pero no se siente aludida por la vigencia de la impunidad, de la cual tiene la responsabilidad principal. Por el contrario, su gobierno la naturaliza en verdaderos ejercicios de gatopardismo.
¿Y qué dicen sobre estos temas que inciden sobre la conformación de los lazos y de la pertenencia social, sobre la definición de lo permitido y lo prohibido, sobre la producción colectiva de subjetividad, nuestros progresistas devenidos voceros oficiosos del Gobierno? Nada. Son temas menores.
No pierden su valioso tiempo en encararlos con un mínimo de espíritu crítico. Pero no sólo callan. También se hacen eco del discurso culpabilizante que intenta intimidar conceptualmente a las voces disidentes. Nos preguntamos si ese posicionamiento no significa, de su parte, una legitimación, seguramente no voluntaria, de la tesis de Fukuyama del fin de la historia.
No es fácil, en este contexto, escapar a los mecanismos de control social configurados desde el corazón del Gobierno, que utiliza el aporte de algunos actores sociales para su transmisión. Sin embargo, es posible y necesario darle fuerza a la voz colectiva que enuncie esta problemática, transformándola en acto de demanda. En esta construcción, podemos apoyarnos en la acción esperanzada de los "indignados" del mundo y de la Argentina.
© La Nacion
La autora es coordinadora del Equipo Argentino de Trabajo e Investigación Psicosocial y de Liberpueblo