Muestras graves de intolerancia
Que la conmemoración de la Kristallnacht en la Catedral de Buenos Aires, la semana pasada, como una demostración de respeto que impone el diálogo interreligoso -por el que viene bregando admirablemente desde hace años Jorge Bergoglio- haya sido interrumpida por un grupo de tozudos integristas trae a la superficie dos problemas graves. Primero, el malestar contra el judío para algunos subsiste; por otro lado, se busca desprestigiar la brillante iniciativa del hoy papa Francisco.
La Noche de los Cristales Rotos es uno de los momentos más tenebrosos en la historia de la primera mitad del siglo XX. Durante las noches del 9 y 10 de noviembre de 1938, todo el equipo de poder que rodeaba a Hitler organizó y ordenó a sus tropas, a la policía, a las juventudes nazis y a todos los ciudadanos llevar adelante la aniquilación de la propiedad de los judíos en Alemania y en Austria. Fue la respuesta de Hitler, de Goebbels y de Himmler a la muerte de un funcionario de tercera en la embajada alemana en París en manos de un desesperado joven judío polaco. Unas 300 sinagogas y muchas casas particulares fueron incendiadas, 7500 tiendas terminaron destruidas, cerca de 100 ciudadanos cayeron asesinados y a 20.000 judíos que intentaban huir se los detuvo y se los envió a los campos de concentración de Dachau, Sachsenhausen y Buchenwald. Hay historiadores que elevan esas cifras. Y el mundo no cuestionó esa destrucción con el vigor que era necesario.
¿Cual es, históricamente, el significado de la Kristallnacht? En los hechos, es un eslabón importante de una cadena que tuvo por objetivo eliminar a 600.000 judíos en el seno de la sociedad alemana, acusados de tener el mismo origen que los funcionarios traidores que firmaron el Tratado de Versalles en 1918 (que los obligó a pagar importantes indemnizaciones a los vencedores de la Primera Guerra), de ser los causantes de la inflación, los responsables de la depresión económica que asoló a Europa después del crac de 1929. Algo así como los "judíos culpables de todos nuestros males".
El antisemitismo como ideología no era un fenómeno nuevo. Venía en crecimiento desde comienzos del siglo XIX. Muchos odiaron al judío, lo consideraron nocivo para el bienestar de las sociedades. Lo demostraron Karl Marx con su conocido ensayo La cuestión judía y las piezas de oratoria de Mijail Bakunin, el dirigente anarquista que lideró la revuelta de la Comuna de París en 1871. En el otro polo ideológico, sobresalió Karl Lueger, fundador del Partido Social Cristiano en el Imperio Austro-Húngaro. Lueger fue el que propuso, por primera vez, la expulsión de los judíos donde estuvieren, o bien su aniquilación lisa y llana. En su paso juvenil por Viena, Hitler admiró a Lueger.
El resto de Europa y Estados Unidos dejaron actuar al dictador germano. Nadie se decidió a detenerlo. Ni Inglaterra ni Francia querían una nueva guerra. En la de 1914, la metralla había terminado con millones. Un enfrentamiento sin rumbo, sólo para demostrar cuál de los contendientes mandaba en el viejo continente. Estados Unidos en los años 30, golpeado por la recesión, mantenía una neutralidad que impedía al presidente Franklin D. Roosevelt abrir la boca y protestar. La nobleza británica y muchos de sus líderes, así como importantes políticos franceses, consideraban que los nazis se encargarían de terminar con los bolcheviques y el desorden social.
Las leyes raciales de 1933 y las específicas de Nuremberg en 1935 no habían sido suficientes para que 600.000 judíos alemanes se fueran del país, como deseaba Hitler. Algunos, que avizoraron el futuro, como Hannah Arendt y los profesores de la Escuela de Fráncfort, partieron en el primer momento. Centenares de miles comenzaron a pedir visas en el exterior, con poquísima suerte. Algunos cónsules cobraron millonarias coimas para otorgarlas. O las fraguaron.
Entre el 6 y el 15 de junio de 1938, por pedido del presidente Roosevelt, se reunieron en la idílica ciudad de Evian, a orillas del largo Leman, en la frontera con Suiza, embajadores de 36 países para tratar de buscar una solución conjunta a los emigrados judíos. Las declaraciones de los presentes fueron altisonantes, pero el mundo les cerró las puertas, por muy diferentes motivos, a los judíos que huían. Las cancillerías prohibieron la cesión de visas.
Los nazis idearon primero el proyecto Madagascar, un gueto francés en el Índico, para ubicar a los indeseados. No fue posible. No había suficientes barcos para el traslado ni buena voluntad de París. Entonces comienzan a crearse los guetos en tierra firme, que se incrementan con la invasión alemana a Polonia. En enero de 1942, a pocos meses de la invasión alemana a la Unión Soviética, en una mansión de Wansee se reúnen los principales jerarcas nazis, quienes diseñan, tras recibir órdenes superiores, la "solución final", la masacre definitiva, la industrialización de la muerte en masa.
El final ya se sabe; la cantidad de víctimas, también. Es importante recapitular sobre eso que Viviane Forrester llama "la culpa de Occidente", el ignominioso silencio del mundo, que estuvo informado desde un principio sobre aquel horror. Hoy no falta quien niegue el Holocausto. Y en Europa resurgen los movimientos nazis y los partidos que odian al foráneo, al "distinto", al "otro". Pero también aquí, parece, hay muestras preocupantes de intolerancia.
© LA NACION