Monseñor Zazpe, un profeta
Jesús elige a los apóstoles, los primeros obispos de la Iglesia, para que lleven la luz del Evangelio a cada situación histórica distinta.
Los convoca para hacerlos pescadores de hombres. No les dice: "Vengan conmigo, que los voy a hacer capataces, patrones de estancia o ejecutivos de una gran empresa". ¡No! Les dice: "¡Vengan conmigo a trabajar, a ser operarios del Reino!".
Se cumplen en estos días cincuenta años de la consagración episcopal de monseñor Vicente F. Zazpe, un obispo profeta, un hombre que trató de ser fiel a ese llamado de Jesús. El adjetivo que, según mi juicio, le da más gloria a alguien que quiere seguir de cerca a Jesucristo es, precisamente, ser un trabajador del Reino de Dios, y monseñor Zazpe, con su sencillez, fue eso. Preparaba su predicación, entusiasmaba a los jóvenes y visitaba enfermos con la misma sencillez y hondura con que barría la vereda o producía obras de títeres para los más chicos, en varias parroquias porteñas: Santa Rosa de Lima, Lourdes (Belgrano), Luján Porteño. Ese fue su prólogo sacerdotal, antes de que Juan XXIII, en 1961, lo hiciera primer obispo de Rafaela y Pablo VI, siete años después, arzobispo de Santa Fe. Fue un hombre alegre y de esperanza. Abundan los testimonios acerca de su jovialidad, su sentido del humor, su propensión al canto y a la broma.
Pero lo que hace señera la figura de Zazpe es que su misión fue creciendo, creciendo? hasta que Dios lo puso en una coyuntura difícil. Y Zazpe dijo que sí. Dijo que sí al Evangelio. Protagonista del Concilio Vaticano II, sería -bien se ha dicho- uno de sus mejores intérpretes en el episcopado argentino.
Y no se dejó enganchar por ningún mesianismo político de su época porque sabía que en ellos podía anidar la mentira, la corrupción, el fraude, la traición, la venta de valores.
Se aferró al Evangelio, a las bienaventuranzas. Como dijo alguien de él: cuando muchos miedosos que buscaban contemporizar callaban, él habló. Y cuando esos mismos, pasado el peligro, se animaron a hablar, él calló. ¡Profeta! Nunca habló desde la política; nunca, desde la coyuntura social, sino desde el Evangelio, iluminando la situación social.
No fue ni de tal teología ni de tal otra. Era de las bienaventuranzas; buscó ser fiel al llamado, y por eso siguió el mismo camino de Jesús. Zazpe conoció la desconfianza de tantos cristianos e incluso de colegas; sufrió la difamación y la calumnia. Estaba preso de las murmuraciones y nunca se defendió. Y su figura, señera en aquel momento, referencial, se fue apagando como se apaga la voz de los profetas: cuando Dios quiere.
Conoció esa soledad del calabozo espiritual de quien no tiene voz para defenderse. Y Zazpe muere así: en ese calabozo existencial de quien dijo todo lo que tenía que decir y ahora, desde el alma, se le mandaba callar. Una suerte de martirio.
Le doy gracias a Dios que a esta Iglesia argentina que siempre le tuvo miedo a la cruz y siempre fue tentada de eludir la cruz, le haya puesto un obispo señero como él. Que desde el cielo él nos conceda la gracia de no temer la cruz, de no negociarla. La gracia de ser prudentes con la prudencia del Evangelio, nuestra única pertenencia. © La Nacion
El autor es arzobispo de Buenos Aires