Memoria, perdón y olvido
En la Argentina sucedieron hechos terribles, en condiciones tan perversas que su gravedad todavía no ha terminado de descubrirse. Desde entonces han transcurrido tres décadas y, durante todo ese tiempo, los ciudadanos escandalizados exigen memoria y justicia, los allegados a los autores de aquellos crímenes han hablado de perdón o reivindicación y otros menos comprometidos tratan de olvidar lo que pasó. Ninguno de esos observadores opera con ecuanimidad total: todos los que vivimos esa época –y muchos de los que oyen su relato– adoptamos nuestras actitudes de acuerdo con nuestras propias emociones y desde nuestro propio lugar.
A sabiendas de eso, no me propongo aquí unir mi voz a la de alguno de esos reclamos, sino clarificar los términos del debate, empezando por las palabras con las que se lo emprende.
Cuando pedimos perdón, lo hacemos reconociendo que somos culpables. Pero a menudo negamos ser culpables, invocando ciertas circunstancias que nos "disculpan" o justifican. Lo que pedimos –como un derecho y no como una merced– es que se acepte la excusa que invocamos, porque ella excluye nuestra responsabilidad.
En cambio, jamás perdonamos al inocente: todo perdón requiere un acto censurable al cual se aplique.
En términos generales, pues, si elegimos perdonar, ¿por qué lo hacemos? Una posibilidad es casi un negocio moral: perdonamos ante cierta reparación objetiva de las consecuencias dañosas o al menos en una suerte de reparación subjetiva, consistente en un arrepentimiento sincero por parte del ofensor. Una tercera motivación del perdón es la pura generosidad del ofendido. Esta motivación, que el cristianismo ejemplifica con la exhortación a poner la otra mejilla es, en los hechos, sumamente rara.
Pero es posible contar también con ciertas razones pragmáticas capaces de motivar una actitud que llamamos "perdón", aunque en rigor no lo sea. Esto sucede cuando la ofensa impune ya ha dejado de importarnos tanto, porque el tiempo nos ha hecho relegarla a un lejano rincón de la conciencia, o cuando la pena que sentimos por la ofensa o la satisfacción que esperamos de su reparación o de su castigo no compensan, a nuestros ojos, la molestia que habríamos de tomarnos al reaccionar, o bien cuando tememos nuevas consecuencias que podrían derivar de nuestras recriminaciones. Todos estos casos se asemejan en que ese perdón resulta de un cálculo de costos y beneficios antes que de un sentimiento de generosidad o de cierta satisfacción generada por la reparación o el arrepentimiento.
Entre los motivos que pueden llevarnos al perdón, el arrepentimiento del ofensor desempeña un papel principal. No siempre sucede así, especialmente cuando la figura del ofendido es difusa y el hecho afecta la seguridad o los sentimientos colectivos, que es lo que sucede cuando los hechos han adquirido una condición política y comprometen sentimientos de pertenencia. En esas condiciones, quienes se sienten ofendidos reclaman justicia. Los allegados a los ofensores refunfuñan un reclamo de disculpa o incluso de aprobación, en tanto quienes hablan de perdón quedan descolocados frente a los demás. ¿Qué hay detrás de estas actitudes?
Es claro que, frente a una ofensa, cada uno reacciona moralmente de acuerdo con sus sentimientos. Pero cierto grado de introspección podría mostrar que a menudo el lenguaje que empleamos se dirige a engañar a los demás o incluso a nosotros mismos. Eso sucede cuando decimos que nos arrepentimos de nuestra conducta, si en realidad sólo lamentamos haber sido descubiertos o, acaso, haber perdido la impunidad que nos amparaba; si pedimos perdón en virtud de nuestro arrepentimiento, cuando sólo queremos eludir el castigo inspirando lástima; si pretendemos otorgar un perdón generoso cuando apenas desistimos por falta de interés, y también si proclamamos un perdón o desistimiento por falta de interés cuando no lo hacemos sino por temor al ofensor o porque necesitamos pactar con sus partidarios, o bien porque, como a veces sucede, en el fondo de nuestro pensamiento aprobamos la conducta dañosa del ofensor.
La memoria, a su vez, es una virtud indispensable, porque facilita que no vuelvan a cometerse los mismos errores y no ser de nuevo víctimas de los mismos perjuicios. El olvido de los crímenes es una imprudencia colectiva que se paga muy cara. Pero cuando la memoria se enarbola como bandera, suele tener una motivación distinta y parcial. Frente a los crímenes cometidos en la década de 1970 y parte de la de 1980, hay un clamor cotidiano por la memoria de la desaparición forzada, de la tortura y de los vuelos de la muerte. Hay también quienes reclaman "memoria completa", para incluir también los hechos cometidos por los grupos que un ex presidente llamó "juventud maravillosa". Pero no creo que sean sinceros: lo que en verdad querrían es que estos últimos hechos quedaran en la memoria como crímenes, mientras los primeros se perdonaran, se olvidaran o incluso se justificaran. Y la parcialidad genérica de las actitudes queda a la vista cuando vemos que pocos hablan hoy de las tropelías de la Triple A, cuya responsabilidad se muestra un poco más transversal. Cada uno quiere que todo el peso de la justicia caiga sobre sus enemigos, pero sin rozar a quienes son, fueron o podrían llegar a ser sus amigos.
El perdón nunca se obtiene colectivamente, mediante una decisión. Ni siquiera la historia –depositaria explícita de la memoria– perdona. En el campo jurídico suele recurrirse a la amnistía o al indulto, remedios que casi nunca sirven para perdonar a los culpables, sino para beneficiar a los amigos o para calmar a los enemigos más temibles.
El perdón existe (rara vez, pero existe) entre individuos. En una sociedad, lo que hace sus veces es el tiempo, acompañado por su efecto: la muerte. Cuando la generación en conflicto desaparece del mapa activo, y luego muere, y después mueren sus hijos, los nietos ya tienen otros problemas que atender y se sienten dispuestos a examinar los hechos con perspectiva histórica, sin renunciar por eso a condenarlos, ni a sus sentimientos de pertenencia, ni resignarse al olvido (reemplazado a menudo por la simple y lamentable ignorancia del pasado).
El curso de cicatrización de las heridas (que no es perdón ni tampoco debería ser olvido) no puede acelerarse, pero sí puede retrasarse, cuando gobiernos o grupos buscan revivir constantemente aquellas heridas para impedir que cierren.
Un ejemplo histórico es el holocausto judío, un pavoroso crimen que se recuerda todo el tiempo; y, con un poco de sordina controvertida, el genocidio armenio, mientras otras tragedias, como las matanzas estalinistas, las masacres de hutus y tutsis; las pretéritas hambrunas de China e India; la limpieza étnica yugoslava; las guerras del opio; los bombardeos de Darfur; el tráfico negrero (cuyos efectos económicos en el mundo jamás fueron revertidos); la llamada Conquista del Desierto en la Argentina y Estados Unidos; las bombas de Hiroshima y Nagasaki; la devastación de Afganistán por los soviéticos, los fundamentalistas y los norteamericanos (lío en el que los únicos que detuvieron el cultivo de la amapola fueron los salvajes fundamentalistas), van beneficiándose con el paso del tiempo y la dilución de los resentimientos. Esta es materia para la reflexión desapasionada.
Contra lo que tanto se reclama, nunca hay justicia para las víctimas. Con oportunidad, empeño y suerte, puede haber justicia para los victimarios. Los grandes crímenes colectivos no pueden ser reparados ni sus víctimas pueden ser satisfechas. Lo que puede hacerse frente a ellos es procurar detenerlos cuando suceden, castigarlos luego mientras se pueda, recordarlos para siempre con una memoria crítica leal, que abarque la historia entera, y seguir viviendo con nuestros problemas y conflictos actuales y futuros, mientras los pretéritos adquieren perspectiva y nos guían con su experiencia cada vez más lejana.
© La Nacion
El autor es director de la maestría en Filosofía del Derecho de la UBA
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