Los premios y la literatura femenina
Primera historia: un padre y su hijo recorren las rutas argentinas rumbo a las Cataratas de Iguazú en una travesía oscura y alucinante que cruza médiums, rituales terroríficos, orgías sexuales y un contexto sociopolítico que, como telón de fondo, exhibe los años más duros de la dictadura argentina, el Londres psicodélico de los 70 y los tímidos inicios de la primavera democrática.
Segunda historia: un predicador y su hija, con el auto roto, quedan varados en medio de un desolado paisaje chaqueño ante la inminencia de una tormenta; el vínculo que entablan con el mecánico que los ayuda y su ayudante ilumina de otro modo la relación entre ambos.
Tercera historia: una crítica de arte que trabajó con Enriqueta Macedo en el Banco Ciudad comienza a relacionarse con falsificadores y no tiene pruritos en presentar como originales obras falsas en un interesante texto que, de algún modo, juega con la idea de qué puede considerarse verdadero y qué falso en el mundo del arte contemporáneo.
Si alguna de estas tramas les resulta conocida, no es mera coincidencia: son los ejes argumentales de las tres novelas que, en el último tiempo, han recibido importantes premios y alabanzas de todo tipo.
Con Nuestra parte de noche (Anagrama), El viento que arrasa (Mar Dulce) y La luz negra (Anagrama), las escritoras Mariana Enriquez, Selva Almada y María Gainza han ganado, respectivamente, el Herralde, el First Book Award en Edimburgo y el Sor Juana Inés de la Cruz. Es decir que tres novelas argentinas, escritas por tres mujeres, han posicionado a nuestro país en el mapa de la literatura mundial en solo cuestión de meses. Si a eso sumamos la reciente distinción de la Cámara de Diputados a ocho autoras nacionales (Claudia Piñeiro, Luisa Valenzuela, Leila Guerriero, María Moreno, Ángela Pradelli y las tres ya mencionadas) el asunto toma un nuevo relieve y, méritos aparte, es difícil ignorar un latiguillo que se fue instalando con fuerza y resuena cada vez más en diversas reseñas y medios de comunicación: la literatura "de mujeres", dicen, está creciendo como nunca antes; ha logrado su máximo esplendor.
Llegada esta instancia, entonces, la pregunta se cae de madura: ¿es que ahora las escritoras escriben más y mejor o es que han ganado visibilidad y, por ende, mayor reconocimiento? La duda reactualiza un debate que ya tiene su tiempo en la escena literaria y apunta a la posible existencia (o no) de la llamada literatura femenina.
Por un lado, hay un punto ineludible que conviene tener en cuenta: las mujeres han venido luchando desde hace años por ganar posiciones de poder dentro de un mundo históricamente reservado a los hombres, como es la literatura, y la concesión de premios no es la excepción en ese sentido. Evidentemente, hoy las escritoras están mucho mejor posicionadas y son más visibles que en el siglo XX (y ni hablar que en el XIX), con lo cual hay más acceso a su obra; se puede leer más y mejor la literatura que ellas producen, sin generalizar ni caer en colectivos homogéneos.
Hecha esta salvedad sería importante recordar que, desde hace décadas, los estudios de género apuntan a derribar las nociones que cristalizan en identidades fijas. En esa línea, conviene mirar de lejos las categorías que tienden a reducir la multiplicidad de variables que conlleva el acto mismo de la escritura. Ya lo dijo hace años Liliana Heker (que sabía cómo hacerse escuchar en las mesas masculinas de la literatura argentina) en su célebre ensayo Las hermanas de Shakespeare: "Que un hombre cada cien mujeres o una mujer cada mil hombres elija escribir, que el tres o el noventa y cinco por ciento de cada grupo lo haga bellamente, son meras cuestiones estadísticas. No hay, en el territorio de la literatura, ni fatalidad social ni fatalidad biológica. Todo escritor ha elegido su oficio; debe entonces responder por esa elección".