Lo que nos enseña el salto de Baumgartner
Un globo inflado eleva a Felix Baumgartner , de 43 años de edad, a más de treinta y nueve kilómetros de altura, en un proceso que lleva dos horas y media . El hombre abre la escotilla y deja ingresar una luz no hecha para alumbrar a ningún ser humano. Afuera se adivinan las formas de un paisaje helado, indiferentes a la vida o la muerte. Baumgartner extiende de a poco sus pies, se incorpora con esfuerzo y se asoma al exterior. Parado en el borde de su pequeña nave, en el borde del vacío, contempla la curvatura azulada de la Tierra. En el silencio estelar irrumpe la voz de su mentor, Joseph Kittinger, quien le trae desde el centro de control ubicado en Nuevo México, aquellas que podrían ser las últimas palabras que escuche en su vida: "Enciende las cámaras. Los ángeles de la guarda cuidarán de ti".
Una docena de cámaras iban fijadas en el interior y en el exterior de la cápsula, a través de las cuales millones de personas podían seguir la escena por televisión e Internet , batiendo todos los récords de audiencia digital. Era él quien estaba parado allí, pero eran los espectadores los que sentían el suspenso y el miedo. Era él quien estaba parado en un lugar sin oxígeno, pero eran quienes lo observaban los que tenían cortada la respiración. En efecto, las imágenes llevaron a una sincronización colectiva de las emociones, como diría Virilio, que se asemeja, en algún punto, a las del rescate de los mineros en Chile. Hay una empatía colectiva ante la percepción de un inmenso riesgo, y más cuando lo que está ocurriendo nos compromete a todos. Porque, insensato o no, era alguna forma del límite de lo humano lo que estaba siendo desafiado.
Algunos críticos dijeron que se trató sólo de una proeza publicitaria, y algo de eso hay, pero pocos que hayan estado observando el salto pueden haberse sustraído a la admiración y escalofrío que produjeron esos minutos. Junto a la imaginación de ver su muerte en vivo y en directo, o el terror de ver materializada una de las pesadillas más comunes que tienen los seres humanos, que es la de caer al abismo. Lo que unía a todos era la imagen de este hombre parado allí arriba, en medio de la nada, un símbolo de la soledad que precede cualquier decisión humana que implica un salto a lo desconocido.
Indirectamente, Baumgartner parece haber ido también hasta el espacio exterior para recrear una perspectiva. La que, paradójicamente, se ha perdido en un mundo que vive signado por la aceleración que él mismo fue a buscar. Aquella que pudo obtener parado en su pequeño balcón, que daba sobre el universo. Por eso dijo desde allí: "Todo el mundo está observando. Me gustaría que pudieran ver lo que yo puedo ver". En ese momento, en la inminencia del salto, había algo tan sobrecogedor como el salto mismo. Por ello agregó: "Algunas veces tienes que ir realmente alto para observar cuán pequeño eres". De esta manera, Baumgartner, que fue a quebrar varios récords, encontró algo inesperado desde la altura: una perspectiva de nuestra pequeñez. Y es justamente esa comprobación, conjugada con su coraje, lo que potencia la emoción de su salto.
Hay también otra cuestión arquetípica en el salto de Baumgartner, que uno puede encontrar en sus declaraciones. "Créanme, cuando se está en la cima del mundo uno se siente tan humilde. No se trata ya más de quebrar récords. No se trata de obtener datos científicos. Lo único que uno quiere es volver a casa con vida". ¿Qué sentido, entonces, tiene subir a 39.000 metros de altura para sentir allí arriba, como único deseo, el de volver sano y salvo a la tierra? No tiene uno el derecho a preguntar: ¿para qué te fuiste, entonces, de tu casa, donde ya estabas sano y salvo? Sin embargo, esta pregunta no es diferente de la que vale aplicar a cualquier proyecto humano. En ella se esconde el misterio de la acción humana, que más allá de salir o de llegar a algún sitio, siente que tiene que encontrar la intensidad y el sentido en el tránsito mismo.
Desde el borde donde estaba parado, entonces, y luego de un breve saludo, Baumgartner se dejó caer sin paracaídas durante cuatro minutos y veinte segundos. La bajada fue como "nadar sin tocar el agua". Recorrió como un proyectil casi la distancia de una maratón, en vertical y en caída libre. Con su salto logró el récord de ser el primer hombre que cae desde esa altura, y de ser el primero que alcanza la velocidad de quiebre de la barrera del sonido, al conseguir una velocidad máxima de 1342 kilómetros por hora.
Siempre tuvo el hombre una fascinación por la caída, un deseo por caer, porque el vértigo nos llama con la misma intensidad con que nos repele.
Pero existen dos tipos de caída. La de la ley de gravedad, aquella que buscó Baumgartner llevar hasta un extremo impensable. Y aquella otra que sólo dan la audacia y la voluntad de romper los límites, el salto de la fuerza y el coraje, hacia lo que no tiene garantías, hacia lo que no tiene vuelta atrás. Es que Baumgarten fue a buscar aceleración y trajo simultáneamente también algo de quietud. Fue a buscar grandeza y trajo algo de pequeñez. Fue a caer hacia abajo, pero cayó un poco también, como quería Holderlin, hacia lo alto.
Twitter: @evnoailles
Carlos M. Reymundo Roberts volverá a publicar su habitual columna el sábado 28 de octubre
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