Lectura, herencias y rituales de verano
Otra vez en la casa de la playa, como todos mis veranos. Hay algo atávico en esto de volver una y otra vez al mismo lugar. Una raíz que llama. Un jardín que no tiene secretos, con árboles que me dan sombra desde que nací. Una casa que construyeron mis abuelos, donde siempre soy feliz. Mi lugar.
Hay dos rituales que repito cada día. Todas las mañanas camino por la orilla, desde mi playa hasta más allá del muelle. Cuando miro para atrás, creo ver mis pisadas mezcladas con las huellas que mis antepasados surcaron en esta misma travesía, que se repite en cada tramo de nuestras vidas, de la infancia a la vejez. Esta manía es heredada y la transmito como un tesoro a mis hijas. La playa en este tramo de la costa atlántica es la misma y no lo es. Antes, se conservaba durante el día la inmensidad despejada que hoy solo se disfruta antes de las 10 de la mañana. Más tarde, es un alboroto de pelotas, sombrillas y parlantes.
No hay día de sol en que no me bañe en el mar. Me hundo bajo la ola, respingo en delfín, salgo sirena, de pie. O me dejo ir hacia Alfonsina, por un segundo, al otro lado del horizonte. Y vuelvo, las uñas clavadas en la arena, me aferro al suelo, a esta vida. Salto otra vez. Paso la ola por arriba como las gaviotas para ver la espuma. Me acuclillo: el agua cae como mazazo en mi cabeza. Caracolamente loca, me dejo revolcar hacia la orilla. Y listo, mar, ya hemos jugado.
El equipaje suele ser liviano y austero: atuendo playeril y algunas mudas zaparrastrosas, porque en este balneario silvestre juego a ser invisible. La parte más linda de armar el bolso es la de pensar los libros que me acompañarán, para pasar las horas desenchufada de las redes y las pantallas. La tecnología que más uso estos días es el velador. Siempre traigo más libros de los necesarios. Dos o tres novedades que no llegué a leer en el año. Dos o tres clásicos. Algunos textos de estudio. Libros de no ficción, porque amo el oficio. Novelas históricas, porque son mi vicio. Los poetas que me acompañan adonde quiera que vaya. Y así pasan los días de reposera en reposera.
Fue en estas costas donde me zambullí en el placer de la lectura. Veranos enteros sin televisión, con el arsenal de novelas románticas y policiales que con mis hermanas le robábamos a mi abuela. A los trece ya estaba iniciada en los vericuetos del amor gracias a los fogosos textos que publicaban Emecé, Javier Vergara y Sudamericana, que me dejaron una sensibilidad afiebrada para el resto de la vida. En un placar que abro como el baúl de un tesoro viejo, están aún apilados esos thrillers médicos y psicológicos, una caterva de amantes perdidos y reencontrados, docenas de amores furtivos, asesinatos inexplicables y varias princesas desgraciadas. Este también será mi legado cuando llegue la hora.
Como nunca es suficiente, solemos recorrer las librerías de viejo que hay en la ruidosa peatonal que al atardecer huele a recién bañados. Ahí encontré los otros días un ejemplar de Jane Eyre, de la colección Robin Hood, y fue un pasaje directo a la infancia, casi tanto como las comidas que mi madre cocina aquí todos los días. Porque antes de las novelas rosas de besarse y de morir que devoraba en la pubertad, pasaron por mis manos de niña estos libritos amarillos, un poco más pequeños, de hojas gruesas, rugosas y sepia, que antes habían desvelado a mi mamá y a mi tía.
Lloramos con Mujercitas, se nos encogió el corazón con Papaíto Piernas Largas, seguimos con el alma en vilo las aventuras de Tom Sawyer y fuimos valientes con Colmillo Blanco y con los piratas de Emilio Salgari. No tuve en mis anaqueles de infancia la novela feminista de Charlotte Brontë y estoy disfrutando de su irreverencia, tan actual en estos tiempos. La leo en este paréntesis de la vida que son las vacaciones, en esta casita de azulejos retro y cortinas tejidas a crochet por mi abuela, a la que todavía creo ver en su silla de jardín, leyendo debajo del ciruelo.