Las huellas del salvaje Gauguin
Era un próspero burgués, pero a los 35 años abandonó el trabajo y la familia para lanzarse a una búsqueda que lo llevaría a la Polinesia. Es imposible admirar su obra, que irradió una gran influencia en el arte del siglo XX, dejando de lado su extraordinaria aventura vital
MADRID.- Paul Gauguin asumió su vocación de pintor a una edad tardía, los 35 años, y casi sin haber recibido una formación técnica, pues tanto su paso por la Academia Colarossi como las clases que le dio su amigo y maestro Camille Pissarro fueron breves y superficiales. Y es posible que con Pissarro hablaran más de anarquismo que de arte. Pero nada de eso le impidió llegar a ser el gran renovador de la pintura de su tiempo y dejar una marca indeleble en las vanguardias artísticas europeas. Así lo muestra, de manera inequívoca, la espléndida exposición "Gauguin y el viaje a lo exótico", que presenta el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.
Cuando lo dejó todo para dedicarse a pintar, Paul Gauguin era un próspero burgués. Le había ido muy bien como agente de Bolsa en la firma de Monsieur Bertin, vivía en un barrio elegante, sin privarse de nada, con su bella esposa danesa y sus cinco hijos. El futuro parecía ofrecerle sólo nuevos triunfos. ¿Qué lo llevó a cambiar de oficio, de ideas, de costumbres, de valores, de la noche a la mañana? La respuesta fácil es: la búsqueda del paraíso. En verdad, es más misterioso y complejo que eso. Siempre hubo en él una insatisfacción profunda, que no aplacó ni el éxito económico ni la felicidad conyugal; un disgusto permanente con lo que hacía y con el mundo del que vivía rodeado. Cuando se volcó en el quehacer artístico, como quien entra en un convento de clausura –despojándose de todo lo que tenía–, pensó que había encontrado la salvación. Pero el anarquista irremediable que nunca dejó de ser se decepcionó muy pronto del canon estético imperante y de las modas, influencias, patrones, que decidían los éxitos y los fracasos de los artistas de su tiempo, y se marginó también de ese medio, como había hecho antes del de los negocios.
Así fue gestándose en su cabeza la teoría que, de manera un tanto confusa pero vivida a fondo, sin vacilaciones y como una lenta inmolación, haría de él un extraordinario creador y un revolucionario en la cultura occidental. La civilización había matado la creatividad, embotándola, castrándola, embridándola, convirtiéndola en el juguete inofensivo y precioso de una minúscula casta. La fuerza creativa estaba reñida con la civilización, si ella existía aún había que ir a buscarla entre aquellos a los que Occidente no había domesticado todavía: los salvajes. Así comenzó su búsqueda de sociedades primitivas, de paisajes incultos: Bretaña, Provenza, Panamá, Martinica. Fue aquí, en el Caribe, donde por fin encontró rastros de lo que buscaba y pintó los primeros cuadros en los que Gauguin comienza a ser Gauguin.
Pero es en la Polinesia donde esa larga ascesis culmina y lo convierte por fin en el salvaje que se empeñaba en ser. Allí descubre que el paraíso no es de este mundo y que, si quería pintarlo, tenía que inventarlo. Es lo que hace y, por lo menos en su caso particular, su absurda teoría sí funcionó: sus cuadros se impregnan de una fuerza convulsiva, en ellos estallan todas las normas y principios que regulaban el arte europeo, que se ensancha enormemente en sus telas, grabados, dibujos, esculturas, incorporando nuevos patrones estéticos, otras formas de belleza y de fealdad, la diversidad de creencias, tradiciones, costumbres, razas y religiones de que está hecho el mundo. La obra que realiza primero en Tahití y luego en las islas Marquesas es original, coherente y de una ambición desmedida. Pero es, también, un ejemplo que tiene un efecto estimulante y fecundo en todas las escuelas pictóricas de las primeras décadas del siglo XX.
Hay que felicitar a Paloma Alarcó, la comisaria de la exposición del Thyssen y a todos sus colaboradores, por haber reunido ese conjunto de obras que, empezando con los expresionistas alemanes y terminando con surrealistas como Paul Klee y artistas no figurativos como Kandinsky y Robert Delaunay, muestran la enorme irradiación que tuvo la influencia de Gauguin casi inmediatamente después de su muerte, desde la primera exposición póstuma de sus cuadros que hizo en París, en 1903, Ambroise Vollard. El grupo de artistas que conformaron el movimiento alemán Die Brücke no sólo adopta su colorido, las desfiguraciones físicas, el trasfondo mítico del paisaje y los contenidos indígenas, sino, asimismo, sus ideales de vida: el retorno a la naturaleza, la fuga del medio urbano, el primitivismo, la sexualidad sin trabas. Por lo menos dos de los expresionistas alemanes, Max Pechstein y Emil Nolde, emprenden también el "viaje a lo exótico", como lo haría en 1930 Henri Matisse, y, aunque no los imita, Ernst Ludwig Kirchner, sin salir de Europa, se compenetra de tal modo con la pintura de Gauguin que algunos de sus cuadros, sin perder su propio perfil, aparecen como verdaderas glosas o recreaciones de ciertas pinturas del autor de Noa Noa. En Francia, la huella de Gauguin es flagrante en los colores flamígeros de los fauves y ella llega, muy pronto, incluso a la Europa Oriental y a la misma Rusia.
Tal vez el aporte más duradero de Gauguin a la cultura occidental, a la que él decía tanto despreciar y de la que se empeñó en huir, es haberla sacado de las casillas en que se había confinado, haber contribuido a universalizarla, abriendo sus puertas y ventanas hacia el resto del mundo, no sólo en busca de formas, objetos y paisajes pintorescos, sino para aprender y enriquecerse con el cotejo de otras culturas, otras creencias, otras maneras de entender y de vivir la vida. A partir de Gauguin, el arte occidental se iría abriendo más y más hacia el resto del planeta hasta abarcarlo todo, dejando en todas partes, por cierto, el impacto de su poderoso y fecundo patrimonio y, al mismo tiempo, absorbiendo todo aquello que le faltaba y renunciando a lo que le sobraba para expresar de manera más intensa y variada la experiencia humana en su totalidad.
Es imposible gozar de la belleza que comunican las obras de Gauguin sin tener en cuenta la extraordinaria aventura vital que las hizo posibles, su desprendimiento, su inmersión en la vida vagabunda y misérrima, sus padecimientos y penurias físicas y psicológicas, y también, cómo no, sus excesos, brutalidades y hasta las fechorías que cometió, convencido como estaba de que un salvaje de verdad no podía someter su conducta a las reglas de la civilización sin perder su poderío, esa fuerza ígnea de la que, según él, han surgido todas las grandes creaciones artísticas.
Cuando fui a buscar las huellas que habían quedado de él en la Polinesia, me sorprendió la antipatía que despertaba Gauguin tanto en Tahití como en Atuona. Nadie negaba su talento, ni que su pintura hubiera descubierto al resto del mundo las bellezas naturales de esas islas, pero muchas personas, los jóvenes sobre todo, le reprochaban haber abusado de las nativas, pese a saber muy bien que la sífilis que padecía era contagiosa y haber actuado con sus amantes indígenas haciendo gala de un innoble machismo. Es posible que así sea; no sería el primero ni el último gran creador cuya vida personal fuera muy poco digna. Pero, a la hora de juzgarlo, y sin excusar sus desafueros con el argumento en que él sí creía –que un artista no puede ni debe someterse a la estrecha moral de los seres comunes y corrientes–, hay que considerar que en esta vida poco encomiable hubo también sufrimientos sin cuento, desde la pobreza y la miseria a que se sometió por voluntad propia, el desdén que su trabajo mereció del establishment cultural y de sus propios colegas, las enfermedades, como las terribles fiebres palúdicas que contrajo cuando trabajaba como peón en el primer Canal de Panamá y que no acabaron con su vida de milagro, así como sus últimos años en Atuona, su cuerpo destrozado por el avance de la sífilis y la semiceguera con la que pintó sus últimos cuadros. Hay que recordar, incluso, que si no hubiera muerto a tiempo, hubiera ido a parar a la cárcel por las intrigas y el odio que despertó entre los colonos de Atuona, sobre todo el del obispo Joseph Martin, junto al que –paradojas que tiene la vida– está enterrado en el rústico cementerio de la islita que escogió para pasar la última etapa de su vida.
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