Las dos caras del otoño
Mañana empezará, oficialmente, el otoño. Al revés de lo que ocurre con la primavera, en la que anticipamos un perfume como de renacer, ahora, cuando los días, que han empezado a acortarse hace mucho, se vuelven menos luminosos, con cielos a veces encapotados y el proverbial amarillear de las hojas, sentimos un poco de melancolía y alguna añoranza por las jornadas turgentes del estío. De cierta forma callada, como si fuera un gesto piadoso del planeta, la estación parece intentar prepararnos para la larga noche invernal que se avecina.
Pero el otoño tiene otra cara, que para muchos es una dicha. Luego de la floral y chispeante primavera y del fecundo verano, llega el tiempo de la cosecha. Oh, mis disculpas, no, no me refiero a las campañas de nuestros campos inmensos, sino a la pequeña recolección de las semillas de los frutos que ya han madurado en el jardín y que es hora de guardar en un lugar bien seco para cuando la luz, que siempre gana, vuelva a entibiar la tierra.
Por supuesto, no todas las plantas procrean en esta época, pero el florido universo que, no sin razón, se había ganado tan buena prensa cinco o seis meses atrás, ahora, con la humildad de toda simiente, lejos de la marquesina, casi siempre sin ostentación, se ha transformado en otra cosa, en promesa.
Hace mucho quisieron cobrarme un despropósito por un ramito de perejil. Me enojé. Así que por un poco más del doble de ese dinero compré una bolsita de semillas y hoy tengo esta aromática brotando por todas partes. A algunas las dejo florecer, y en estos días sus semillas ya están a punto. Días atrás unos pajaritos se tomaron la libertad de hurtarme varios puñados. Pero quedaron suficientes para que, dentro de dos años, cuando el perejil envejezca, tenga que volver a sembrar. Hay para todos.
Que no nos entristezca la lenta partida del verano, porque es también el tiempo de la vendimia, cuando empiezan a nacer los buenos vinos que tal vez descorchemos en octubre, cuando las vides ya estén gestando los nuevos racimos para repetir su ciclo milenario. O que tal vez descorchemos dentro de una década, cuando la alquimia del otoño se haya completado entre la barrica, la botella, la oscuridad y la fresca cava.
Quizá por nuestra tendencia a quedarnos con lo más vistoso solemos asociar el otoño con la decadencia. Las hojas que caen, los primeros achaques del clima; se parece un poco a envejecer. Es como que el mundo se va apagando, con los crepúsculos cada vez más precoces y las ramas que se desnudan sin ningún pudor.
Hay excepciones, no obstante. Los liquidámbares estallarán en llamaradas arbóreas, las eugenias mostrarán sus vistosas bayas como de rodocrosita y los fresnos se pondrán del color del sol.
Sin embargo, mañana comienza una de las estaciones más vitales del año. La época para madurar, para procrear, para acopiar en frutos y semillas, que casi siempre pasan inadvertidos, la fiesta por venir.
En rigor, y esto lo sabe cualquier jardinero diligente, en el invierno también hay destellos inesperados, como el de las poderosas solandras, las delicadas camelias o los narcisos imposibles.
Pero, Vivaldi aparte, hay algo forzado en esto de dividir el año en cuatro estaciones. Si uno mira con cuidado, en la naturaleza todo fluye lenta y suavemente, con pianísimos y fortísimos, pero sin que la música deje de sonar ni un instante.
Con todo, ahí están los solsticios y los equinoccios, con su precisión celeste. De estas cosas sabe mi amigo Guillermo Abramson, autor del delicioso libro En el cielo las estrellas e investigador del Conicet, que con su cortesía habitual me hizo saber que este año el equinoccio no será mañana, sino esta tardecita, a eso de las 19, hora local. También en esto tiene el otoño dos rostros. Que disfruten de ambos.