La promesa de cada Año Nuevo
Sobre fines de diciembre se suceden varias fechas que marcan pasajes significativos: del 21 al 22, el solsticio de invierno para el hemisferio norte y de verano en el Sur, indica el cambio de estación; del 24 al 25, la Nochebuena y la Navidad recuerdan el nacimiento de Jesús para la cristiandad, y por último, del 31 al 1° de enero, la Nochevieja despide un ciclo de 365 días para recibir al Año Nuevo, según el calendario gregoriano. Tres eventos que, más allá de sus connotaciones particulares –astronómico y pagano uno, religioso otro y más secular el último–, conllevan un simbolismo similar: el fin de un ciclo, la muerte de lo viejo, el nacimiento de algo nuevo y, consecuentemente, la renovación de la energía. En quince días nos sobreviene todo un laboratorio intensivo para experimentar la cualidad cíclica del tiempo, algo que la mayoría de nosotros, que vivimos en la ilusión del tiempo lineal y homogéneo propia de la modernidad, no estamos en condiciones de sobrellevar ni, menos aún, de atravesar en plenitud.
La propuesta social más difundida es una abrumadora invitación a la distracción y el consumo. En las sociedades de cierta abundancia esto puede ser muy estimulante, pero en las condiciones de restricción económica y energética como la actual –que no son sólo locales–, las "Fiestas" suman un factor más a la tensión social de base.
Hay que celebrar, y muchos no tienen con qué hacerlo. Por lo cual, tampoco es casual que diciembre sea un mes de caos y violencia, en lugar de un tiempo de paz y esperanza.
Que el solsticio pueda tener un significado más allá de oficializar el cambio de vestuario, es algo de lo que en general no tenemos ni noticias. Por lo demás, la Navidad y el Año Nuevo se engloban como algo que en mayor o menor medida, se vive como una compulsiva obligación por hacer balances, por saludar y mandar mensajes, despedirse y festejar, reunirse hasta con los familiares que menos simpatizamos y que nunca vemos, comer de más, comprar regalos para medio mundo o aprovechar para tomarse unas vacaciones. Todo un "paquete" muy estresante del que queremos deshacernos lo antes posible, para volver a la tranquilizante normalidad del tiempo lineal y secular.
Entre tanta guirnalda, champagne, fuegos artificiales y ahora también, saqueos, se ha desvanecido el espacio para conectarse con el sentido más profundo de estos eventos. Sin embargo, la posibilidad sigue estando allí, latente. Un poco de historia y una mirada transcultural nos pueden recordar el significado universal y primigenio de estas fiestas.
Para los posmodernos, ateos o agnósticos, la experiencia más concreta de este pasaje se limita a renovar los calendarios y comenzar una nueva agenda. Para los religiosos, incluso los no católicos, se renueva el misterio del nacimiento de Jesús y se honra la llegada al mundo del fundador del cristianismo. Pero mucho antes de que la iglesia católica estableciera el 25 de diciembre como una de las fechas más importantes de su calendario litúrgico, en todos los pueblos y culturas del mundo se aguardaba la llegada del solsticio de diciembre y se celebraba con reverencia el inicio de un nuevo ciclo vital.
El sol, así como sus movimientos y las oscilaciones de su energía, fueron motivo de culto desde la más remota antigüedad. El nacimiento de la mayoría de los dioses solares en el hemisferio norte, como Osiris, Horus, Hermes, Mitra, Dionisos o Apolo, entre otros, coincide con el solsticio de invierno, alrededor del 25 de diciembre. Un acontecimiento cósmico de primera magnitud, como es la detención del sol durante tres días y su resurgimiento en el horizonte, dando lugar al alargamiento de los días y el paulatino incremento de luz en medio de la estación más fría, oscura y cruda del año, fue sin duda motivo de reverente admiración. Con la natividad o renacimiento del sol no sólo se reconfirma que su luz volverá a brillar, sino que se renueva la confianza en la continuidad de la vida sobre la tierra. Por eso, luego de la callada y expectante introspección, llega la alegría de la celebración, la música, el canto, los bailes, la abundancia del comer, del beber y el festejar. Sabemos que seguiremos vivitos y coleando, al menos un año más.
Las mitologías y los rituales son muy coincidentes a lo largo del tiempo y del espacio. Encontramos esta constelación simbólica desde el antiguo Egipto hasta los pueblos indígenas de América, pasando por Grecia, Roma, Persia, Irán, los celtas y Stonehenge. Y nuestras fiestas de Navidad y Año Nuevo, con los árboles iluminados, los regalitos y las comilonas, también forman parte de la misma saga.
Recordemos como único ejemplo que ya en Egipto, el dios Horus, representado como un niño recién nacido recostado en un pesebre, con cabello dorado y el disco solar brillando sobre su cabeza, era expuesto públicamente durante el solsticio de invierno para su adoración. ¿Por qué no reconocer que Jesús fue otro rostro más del mismo principio cosmológico, tan ecuménico y arquetípico como su mensaje? En los Evangelios, la luz es la metáfora más frecuente para referirse a Cristo. "Yo soy la luz del mundo –dijo Jesús–, aquel que me siga nunca caminará en la tinieblas sino que tendrá la luz de la vida." (Juan 8,12)
Así como en la Grecia clásica Apolo fue considerado el dios de la geometría y la música, del orden natural por excelencia, en los primeros siglos de nuestra era, Jesucristo fue visto como la encarnación humana del Logos, principio de armonía, orden, proporción y racionalidad, cuya naturaleza fue expresada a través del Sol (Helios). Ambos personajes fueron caracterizados por atributos solares: luz, rayos, aureolas, irradiaciones desde el corazón. Un salto en el tiempo nos permite reconocer la misma filosofía inspirando varios siglos más tarde a los padres de la revolución científica moderna, entre ellos a Copérnico, Galileo y Newton, quienes buscando la expresión matemática del orden universal, construyeron una nueva cosmología heliocéntrica, en la que el sol desplazó a la tierra como centro del sistema planetario. Por último, durante la Ilustración, fue la racionalidad científica la que adquirió los atributos solares con la que llegó a nuestros días. Y hasta la psicología moderna ha utilizado al sol para construir la imagen del ego, como centro irradiante de la personalidad.
Como vemos, estamos frente a un profundo simbolismo: el sacrificio, la muerte y el renacimiento del sol, transformados en metáfora de la cualidad cíclica de la vida, la energía y la consciencia.
Año tras año se nos ofrece la ancestral y primigenia oportunidad de atravesar este umbral, una instancia para morir un poco y renacer, para agradecer y dejar algo atrás, para celebrar y recibir con renovadas energías un nuevo ciclo vital. Está en nosotros aprovecharla recreando el significado de estas fiestas o dejarnos llevar por la estridente corriente del aturdimiento y la diversión superficial.
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