La perniciosa necesidad de creer
Nada en contra de la fe buena: la humana necesidad de creer solo es perniciosa cuando se impone sobre la humana facultad de pensar y discernir -vinculada a las responsabilidades del libre albedrío- clausurándola y dañando así tanto al sujeto de esa pasión como a su prójimo y a la comunidad (llámesela sociedad, ciudadanía, "el pueblo" o "la "gente").
Buscando, como estímulo para compartir en horas bajas de pandemia, un poco de la energía efervescente que bullía en la París recién liberada del mortífero virus nazi, volví sobre un título de Antony Beevor y Artemis Cooper: París después de la liberación: 1944-1949. Pero lo primero es un trago amargo.
El libro comienza en el momento en que una porción decisiva de la dirigencia francesa elige claudicar ante las fuerzas de ocupación alemanas. La resonancia inquietante de aquel hecho es hoy menos histórica que emocional: impresiona en la escritura de los autores, que no hacen un abordaje psicologista de la historia, todo el vocabulario propio de la afectividad subjetiva, del autoengaño y de la necesidad de creer, que aparece una y otra vez a la hora de explicar cómo y por qué pasó lo que pasó. Habla el texto (los destacados son míos): "El primer ministro, Paul Reynaud, bien que resuelto a resistir al enemigo, se había visto sometido a una presión cada vez mayor por parte de su turbulenta querida germanófila", empieza Beevor. Pero derrotado, "Reynaud no dudó en presentar su dimisión al presidente Albert Lebrun. Después, Pétain se acercó a aquel y, tendiéndole la mano, le transmitió sus deseos de que siguiesen siendo amigos. Reynaud se dejó engañar por sus modales, y decidió quedarse en Francia por si el presidente Lebrun le pedía que formase un nuevo gobierno. En ningún momento se le pasó por la cabeza que el mariscal Pétain fuese a autorizar su arresto en cuestión de semanas, organizarle un juicio y encarcelarlo para dejarlo después en manos de los alemanes".
Siguen los autores: "El anuncio de que el mariscal Pétain pretendía formar su propio gobierno dio pie a un profundo sentimiento de alivio en una aplastante mayoría de la población. Lo único que deseaba el pueblo era que terminasen los implacables ataques". Y terminaron. Bajo las condiciones de Hitler, claro: "Los capitulards hicieron lo posible por convencerse de que resultaban menos severas de lo que habían esperado. Asimismo, necesitaban creer, junto con los millones de personas que respaldaban su iniciativa, que la decisión de proseguir la guerra en solitario por los británicos era una locura: Hitler los vencería en cuestión de semanas, de manera que prolongar la resistencia iba en contra de los intereses de todos".
A la hora de definir la ocupación, "Pétain pensaba haber logrado lo que buscaba [?] amén de obtener garantías en lo referente a la zona no ocupada. Haciendo caso omiso de lo sucedido durante los seis años anteriores, trató a Hitler como a un hombre de palabra". "Los seguidores del mariscal fueron más allá, hasta el punto de convencerse de que el anciano había logrado superar en astucia al Führer". Pero Hitler, que, para decirlo con un anacronismo vulgar aunque elocuente, "iba por todo", entendió lo único importante: Francia se le entregaba voluntariamente.
La tragedia que encendieron alucinados y oportunistas arrasó también a lúcidos y valientes. Hasta que la taba se dio vuelta. "La lenta muerte del régimen de Vichy no fue más que la grotesca realización de su autoengaño. Los patriotas que habían secundado al anciano mariscal en 1940 se dieron cuenta en 1944 de que su sendero de colaboracionismo había sido el sendero del deshonor y la humillación, en tanto que las facciones germanófilas en liza descubrieron que distaban mucho de disfrutar de igualdad con respecto a sus coligados del Nuevo Orden europeo. Los nazis los habían despreciado al usarlos simplemente para sus propios fines". Pero ya era tarde.