La máscara habitada
No mide más de veinte centímetros y tiene un corte profundo justo en la mitad de la cabeza. Una ranura. Los arqueólogos creen que alguna vez en ese tajo que no sangra se calzó una peluca de oro. Miraría -suponen también- desde lo alto de algún templo con sus ojos sin pupila. Puede haber sido una diosa o una guardiana. Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que en 1938 un grupo de investigadores alemanes la encontró cerca del Eufrates. El hallazgo los dejó mudos. No todos los días surgen treinta siglos de abajo de la arena.
El bautismo fue una obviedad: le pusieron el nombre de la ciudad de donde la habían rescatado y, prudentes, si había sido la representación de alguna diosa como Inanna no lo dijeron. La llamaron la Dama de Uruk (o de Warka), y desde entonces pasó como una de las representaciones faciales femeninas más antiguas del mundo, sino la primera. Si alguna vez una mujer tuvo una cara, fue la suya. De alabastro, semisonrisa y ojos huecos.
Por décadas, después de su regreso a la luz reinó desde su vitrina en el Museo Arqueológico de Irak. Pero algo pasó un día, el día de las explosiones. Un misil, en 2003, cayó muy cerca de donde ella estaba. Fue un estruendo primero, la nube de polvo, después. Hubo finalmente un silencio oscuro, nada parecido a la paz del desierto. Esto era otra cosa: una noche larga, y al galope. Escuchaba las voces -las muchas voces- pero no reconocía ninguna palabra. No era acadio, ni su arameo natal. Mejor así: que no entendiera que la estaban vendiendo y revendiendo, una y otra vez.
Estas máscaras que hoy en Recoleta cuelgan de algo parecido a un perchero recuerdan en algo a la célebre dama de alabastro. Será que también ellas tienen los ojos huecos. O que también ellas sobrevivieron a un estallido, solo que de otra clase. Debajo de cada una se lee un nombre, una edad, un diagnóstico: ACV (accidente cerebro vascular), TEC (traumatismo encéfalo craneano), cerebelitis, psicosis.
El 20 de marzo se recordó el Día Mundial del Traumatismo de Cráneo, la clase de cosas de las que la mayoría de la gente prefiere no hablar. Porque duele y desmorona, siempre. Porque se cree que no pensar ni mencionar esta clase de cosas las mantiene alejadas. Justamente por eso el proyecto artístico "Desenmascarándonos", organizado en la Argentina por el Instituto de Neurología Cognitiva (Ineco), busca que quienes hayan atravesado por una lesión cerebral o una enfermedad mental logren hacer con ella algo más que silencio.
Las máscaras que crearon son, bien miradas, el diario de lo innombrable. De todo eso que cambió el día que ellos mismos cambiaron para siempre. Aquí, una enorme cara de cartón con la boca doblada hacia abajo como una herradura avisa: "Triste". A su lado, otra máscara parece dividirse justo a la mitad, con el eje de la nariz como frontera: de un lado hay una sonrisa; del otro, una mueca trágica. "Quiero describir la ambigüedad que siento: paso de la alegría a la tristeza en segundos", anotó su hacedor, víctima de una encefalitis viral.
Son estas máscaras peculiares: no sirven para ocultar sino para mostrar el momento puntual del extravío y los sentimientos que trajo. Máscaras habitadas, eso es lo que son. Cada quien volcó en masilla, lana y pintura lo que no cabe en palabras. Y confió en que si eso que llaman "el hito" (el momento puntual del más terrible accidente del alma) transformó sus vidas en un país borroso, tal vez este sortilegio de la cura por el arte ayude a devolverles el rumbo.
En abril de 2003, la Dama de Uruk también comenzó a caminar por la oscuridad. Hoy sabemos que pasó meses escondida en zocos, oculta en baúles de cuero y de madera. Que fue enterrada, desenterrada, vuelta a enterrar. En septiembre de ese mismo año, alguien se animó a denunciar que un campesino la tenía sepultada en su patio trasero. Hasta allí llegó la policía a rescatarla. Estaba envuelta en un paño de algodón blanco, adentro de una bolsa de plástico. Ese, su segundo nacimiento, no fue más extraño ni sorprendente que el primero.
Estas máscaras están hechas de un material distinto, más noble aún que el alabastro. Quizás por eso es verlas y ya no poder dejar de recordarlas. Hay en ellas un grito, un corazón, una pregunta. Un idioma desconocido buscando su propia voz. Alguien perdido, encontrándose.
Playlist: Mientras escribí este texto escuché: Muddy Waters, LP