La lección principal de Prometeo
SIRACUSA.- No es exagerado decir que quienes amamos el teatro soñamos con recorrer los antiguos anfiteatros griegos. Gracias a este diario, que muchos años atrás me envió a cubrir un festival de cine en Taormina, pude conocer su extraordinario anfiteatro griego. Días atrás, en una nueva visita, comprobé que esa construcción erigida al lado del mar descubre por sí misma algo de la esencia del teatro. Porque no hay teatro sin espacio. Y ese mismo sitio evoca tanto a las fiestas dionisíacas, que dieron origen al arte dramático, así como a una cultura que supo reflexionar sobre los problemas más profundos de los mortales a través de obras nunca superadas en hondura y eficacia dramática.
En ese sentido, el mayor impacto de este viaje fue asistir a la representación de Prometeo e ncadenado, la obra de Esquilo, en el Teatro Griego de Siracusa, uno de los más grandes e imponentes de los construidos en el mundo antiguo. ¿Qué pensaría Esquilo si supiera que sus obras siguen representándose dos mil quinientos años después en los mismos teatros que él solía frecuentar?
Es domingo por la tarde y el clima es apacible. Los árboles se mueven con un viento ligero que viene del mar. La percusión anuncia la llegada de Prometeo, el mismo que robó el fuego para los hombres, símbolo de la vida, de la energía y de la inteligencia que mueve a los humanos. Zeus no perdona lo que hizo. Pero tampoco puede matarlo porque Prometeo es un titán, es decir, uno de los antiguos dioses descendiente de Urano (el cielo) y Gea (la tierra). Entonces, lo sujeta a una roca en la que quedará eternamente clavado, y además de la falta de libertad y las inclemencias del tiempo, soportará suplicios indecibles: "El perro alado de Zeus, el águila sangrienta, te irá devorando todo el día, y con tu negro hígado un banquete celebrará".
El anfiteatro de Siracusa parece estremecerse con el sufrimiento de Prometeo. Desde cualquier lugar en que esté situado el espectador, la acústica es perfecta. Las gradas están atestadas de jóvenes que siguen atentamente la acción. Quizá perciban que Prometeo representa la hiriente lucidez de la injusticia y que fue su amor por los mortales y el apego a la verdad lo que lo llevó a la triste situación que padece. Pero Prometeo fue más allá al ofrecerles a los hombres ciegas esperanzas. Esas líneas, que no han sido estudiadas lo suficiente, y que convierten a Esquilo en contemporáneo de Samuel Beckett, el autor de Esperando a Godot , la pieza teatral más importante del siglo XX, iluminan una verdad de enorme trascendencia. Acaso sin saberlo, el héroe de Esquilo les dice a los humanos que más allá del deseo y del empeño que ponga cada uno en su vida, hay algo duro como una roca a lo que no es posible acceder. Ciegas esperanzas significa también que el hombre construye una vida, aun sabiendo que en algún recodo del camino le espera la muerte. Y algo más: que la existencia más auténtica no deja de ser al mismo tiempo cierto simulacro construido como un castillo de arena que cualquier viento puede derrumbar.
Diez minutos antes de las siete de la tarde, se encienden las luces en el Teatro Griego de Siracusa. El hombre que encarna a Prometeo, el excelente Massimo Popolizio, dirigido con mano maestra por Claudio Longhi, sigue allí, de cara a la intemperie, en una estructura de vidrio que representa la montaña a la que está sujeto su personaje. Las mujeres del coro están vestidas en tonos marrones, con telas que parecen de gasa transparente. En algún momento, juegan con el agua que rodea el espacio escénico. Prometeo recibe la visita del Titán Océano, que expresa la sumisión al poder, sea justo o injusto; después llega Io, metamorfoseada en vaca, condenada a vagar de un lugar al otro y perseguida por un tábano enviado por Hera, mujer de Zeus, que la odia porque supo despertar la pasión de su cónyuge y, por último, se acerca al lugar Hermes, que insta a Prometeo a que revele el secreto que pone en peligro el poder de Zeus.
Pero Prometeo, que fue el primero en saber qué significan los sueños en la vida, sabe también que la libertad es ir contra el destino. Aceptar el destino es renunciar a cambiar el mundo. Es, además, conformarse con identificaciones que pueden convertir la vida de cualquier ser humano en una cárcel. Los estudiosos de la tragedia griega tienen indicios de que esta obra es parte de una trilogía que concluye con Prometeo liberado . Si fuera cierto, podría decirse que cierto sufrimiento es necesario para alcanzar la libertad. Esa libertad que nos permite hoy, en Siracusa, comprender una vez más que el teatro es una experiencia del cuerpo.
Bajamos las gradas del teatro griego e imaginamos a aquellos espectadores que recorrían estos mismos senderos. El pasado y el presente se acercan tanto que provocan emoción. Algo del orden de la verdad sobrevuela esta tarde mágica e irrepetible como el teatro mismo.
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