La isla de Alejandro Dumas
Tuve un encuentro feliz y melancólico a la vez con Luis XIV, Alejandro Dumas y D’Artagnan. En la plataforma Mubi, el sábado, vi La muerte de Luis XIV, del director catalán Albert Serra. El papel del rey lo interpretaba Jean-Pierre Léaud, el chico que todos los admiradores de François Truffaut conocemos desde la época de Los 400 golpes (1959). En esta película, de 2016, representa al monarca que agoniza y muere cuatro días antes de cumplir 77 años. Léaud tenía 72 o 73 mientras “era” Luis XIV en un estudio de rodaje. Casi la misma edad que su personaje. No fue necesario ponerle mucho maquillaje, pero sí las imponentes pelucas de la época. Yo, sentado en un sillón, dos años mayor que el soberano y que el actor, admiraba esas junglas de rulos, espléndidas de horror y maravillosas esculturas.
Luis XIV está vinculado en mi vida a los últimos años de la niñez. Llegué a él, por medio de Hollywood y Alejandro Dumas. Primero, en 1949 o 1950, conocí a Luis XIII (Frank Morgan); al cardenal Richelieu (Vincent Price); a la reina Ana (Angela Lansbury) y a la malvada y hermosa lady de Winter (Lana Turner), en la versión de Los tres mosqueteros del director George Sidney. Después de la sala de cine, mi madre me regaló la novela de Alejandro Dumas. La mía fue una pasión a primera lectura. Esa pasión incrementó su fuego con Veinte años después y alcanzó su culminación, una hoguera amazónica, con El vizconde de Bragelonne, dos tomos. En ellos, me enteré de la intimidad de Luis XIV y de Versalles, de la desdichada historia de la amante del rey, Louise de La Vallière, que sólo quería el amor de su amado, y no los títulos de nobleza y la fortuna que le dio. Llegó a ser duquesa de La Vallière y, por último, pecadora arrepentida, se recluyó en un convento carmelita: había sido reemplazada por Mme. de Montespan y Mme. de Maintenon.
Nunca leí nada dominado por el fervor con que leí a Dumas. A Los tres mosqueteros, le siguieron El conde de Montecristo y La mano del muerto. Dumas me enseñó que una mujer hermosa puede ser una canalla, como lady de Winter; que héroes como Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan, pueden sentirse autorizados a ejercer “justicia” y matar a una infame como lady de Winter; también aprendí en esas páginas que una mujer, ligeramente renga, no demasiado hermosa, como La Vallière, es capaz de conquistar hasta al Rey Sol, con su adoración. Hay cuatro muertes en El vizconde de Bragelonne que hicieron madurar mis sentimientos de lector: la del personaje que da título al libro; la de su padre, el noble Athos; la del coloso Porthos y, claro, el final glorioso de D’Artagnan, cubierto de honores, en el campo de batalla.
Aramis, el astuto, el general de los jesuitas (sí, jesuita, como Bergoglio), siguió vivo. Dumas me hizo conocer, por medio de ellos, el sabor amargo de la sangre que uno quiere.
Dumas era un narrador puro y genial. Cualquier biopsia crítica de “lector profesional”, lo destruiría. Escuché decir a Victoria Ocampo que la “nueva crítica” se había convertido en la “morgue” de los escritores. No sé si es así; pero cualquier análisis sobre Dumas sería un crimen disfrazado de autopsia.
En la década de 1990, fui a visitar el castillo neorrenacentista de Montecristo que Dumas se hizo construir en la colina de Port-Marly y el pabellón neogótico donde se encerraba a escribir, separado del château por unos pocos metros y un pequeño arroyo, “foso” de la fortaleza que lo apartaba del mundo. Bastaba dar un pequeño salto y ya se estaba en su “isla”. Luis XIV, Jean-Pierre Léaud y yo envejecimos juntos em distintos espacios. Pero en la “isla” de Montecristo, donde todo es vida, la vida es la dicha infinita y eternamente joven de la lectura.