Historias de chicos, perros y magia
Por esas casualidades del zapping infinito de Internet, volví a encontrarme con la magistral tira cómica Calvin and Hobbes, de Bill Waterson. Aparte de visitar de nuevo su humor delicioso, caí en la cuenta de que hay varias historietas que retratan la relación de los chicos con sus mascotas. En el caso de Hobbes hay una vuelta de tuerca formidable. Los adultos lo ven como un tigre de peluche, pero para Calvin es un tigre real, aunque camina en dos piernas y conversa con él.
Otro caso icónico es, por supuesto, Snoopy, el beagle de Charlie Brown, de la tira Peanuts, de Charles Schulz. Snoopy tiene, a su vez, un amigo y compinche, Woodstock (sí, por el festival), un pajarito amarillo cuyos trinos solo el can entiende. La relación con Charlie es algo más ambigua que la de Hobbes con Calvin, y Snoopy llega a ser un personaje independiente, con peso propio y aventuras individuales.
Seguramente me estoy olvidando de algunos, pero de todos modos creo que las elecciones de Waterson y Schulz no fueron fortuitas. En algún momento de la vida, no sé bien cuándo, perdemos la mirada infantil, acuñamos el término pueril, y desde entonces las cosas de chicos se convierten en un asunto menor. Pero no son menores para los chicos. No lo eran para nosotros, cuando todavía éramos niños. Por eso, hay entre la infancia y la adultez un abismo o un malentendido.
Apareció una noche en la casa de mi madre, perdida, unos años antes de que me tocara nacer. Le pusieron Julia y la adoptaron. Cuando empecé a caminar y a reconocer el mundo, Julia se convirtió en la compañera inseparable de mis no siempre prudentes travesías por el campo. Aunque sus antepasados se habían apartado un poco del libreto, era un animal grande, con el aire noble de los cobradores de pelo liso. Pero el linaje nos importaba un rábano, andábamos todo el día juntos, y, se decía, Julia estaba siempre pendiente de mis andanzas y no se encontraba a gusto cuando me perdía de vista.
Pero había algo más que el instinto de proteger al cachorro humano que exhiben ciertos perros. Mi sensación era que podía compartir con ella cosas que no parecían muy interesantes para los adultos. Sobre todo, sabía que tenía toda su atención, y como a esa edad ignoramos que los animales no entienden de forma literal lo que les decimos, la relación poseía un rasgo mágico y una dimensión imaginaria. Hobbes lo representa de forma impecable. Ni siquiera existe. Es un peluche.
La metáfora no puede ser más clara, porque cuando éramos chicos no nos sentíamos superiores a nuestra mascota favorita. Estábamos a la misma altura. Incluso nos daban lecciones, como Hobbes. O nos tomaban el pelo, como Snoopy.
Algunas de esas lecciones trascienden las correrías desenfadadas y los diálogos que los adultos encuentran delirantes porque ya no los pueden concebir. Tenía ocho años cuando Julia murió. Fue un día tan triste que todavía recuerdo que cayó en martes y que no podía parar de llorar. Recuerdo incluso el color de la pared que me quedé mirando durante mucho tiempo, mientras mi pequeña mente comenzaba a entender una idea brutal que arde en el centro de la condición humana. La muerte. La finitud.
Mis padres pudieron haberme mentido. Por fortuna, no fue así. Con delicadeza, sin dramatismo, pero sin subestimar el dolor que sentía el chico sentado en el borde de la cama, me explicaron lo que había pasado y la razón por la que Julia ya no estaría más esperándome cada mañana. Cada mañana de todas las mañanas de la vida tal como la conocía.
La eché de menos durante mucho tiempo. Pasé por todas las etapas del duelo. Hoy, cada vez que veo esa foto en la que se nos ve como cuchicheando juntos, entiendo que Schulz y Waterson lograron volver a mirar el mundo como lo hacen los chicos. Si me lo preguntan, y como surge de la obra de estos dos maestros, quizá sería una buena idea recuperar un poco de esa mirada. Es más sana.