Entremeses domésticos de Villa Ocampo
Es inútil que el visitante busque en el portón de entrada de Villa Ocampo la cruz peronista que alguien pintó en 1951, o, más aún, que encuentre la verja sobre el Camino Real, hoy avenida Libertador, por donde entraba el break tirado por caballos. La quinta de las tías abuelas Ocampo que luego Victoria heredó es la misma que se construyó en 1891, aunque en esos años la casa llegaba hasta el Río de la Plata y alcanzaba diez hectáreas, de las que ahora se conservan diez mil metros cuadrados. En los veranos el break traía desde la estación de San Isidro a la institutriz francesa de las niñas Victorita y Angélica. La futura escritora esperaba a Mademoiselle Alexandrine Bennemason en el portón para poder treparse al estribo y gritarle al cochero, que quería detener los caballos: "¡Siga, Antonio, siga!"
Las clases diarias de francés se impartían en una mesa cubierta por un hule del cuarto de estudio, que permanece intacto y al que entré esta primavera pese a que su ingreso estaba interdicto. A la 1.15, Mademoiselle hacía la señal de la cruz e instaba a sus discípulas a rezar un Padrenuestro. Al acercarse el momento de la lectura de La morale pratique , a las niñas les sobrevenían unos bostezos que intentaban disimular para evitar la cólera de Mademoiselle. Las contestaciones y desobediencias de Victorita, así como sus escapadas al sótano, solían provocarle unos ataques turbulentos.
Cierta vez perdió la compostura y retorció las fábulas de La Fontaine con tal ira que partió la tapa encuadernada del libro en dos pedazos. Una penitencia bastante benévola consistía en colocar en la cabeza de las niñas un bonete que confeccionaba con un diario viejo; la más severa las obligaba a mantenerse de pie, con un libro muy pesado en cada mano y los brazos en cruz.
El sótano, que conserva parte de la cocina original, alojaba la despensa donde se almacenaban las frutillas, los higos y ciruelas del huerto, además de la leche recién ordeñada a las vacas de la familia, que pastaban junto al río. Las chicas tenían permitido ir al Bajo una o dos veces por temporada, durante la lección de francés. Se lanzaban por la barranca a las corridas, surcando la avenida de álamos bordeada de zanjas y barro. En la parte honda pescaban con cañas de bambú verdes y unos gusanos que guardaban en un tarrito.
Busqué en vano el piano del primer piso en el que practicaban Victoria y Angélica, porque el piano de cola Steinway en el que tocaron Igor Stravinsky y Federico García Lorca fue comprado en 1912, pero el antiguo no se conserva. Las alumnas esperaban a Miss Krauss, la profesora de piano, al pie de la escalera, "como monaguillos dispuestos a decir misa", cuenta Victoria Ocampo en su libro de memorias. La ayudaban a bajar del coche con una amabilidad que ya estaba pidiendo clemencia. En la escalera de mármol la temible dinamarquesa hacía una parada: se encerraba en el cuarto de baño, a la izquierda de las escaleras sobre las que dejaba la cartera, su sombrilla y una esclavina de piel que parecía de carnero sucio, que Victoria recogía respetuosamente. Era tan severa y brusca que en una ocasión hizo caer a su discípula del taburete giratorio de un empujón; otro día la pellizcó en el brazo. Trataba de contagiarles su entusiasmo por Grieg y Kuhlau, que ella pronunciaba "Kulo". Ese nombre las convulsionaba de risa y quedó relacionado al de Miss Krauss para siempre en las cenas familiares.
El actual camino entre los árboles es el mismo que recorrían el abuelo de Victoria, "Tata" Ocampo, y su tío Vicente Fidel López, el historiador sarmientino que polemizó con Bartolomé Mitre. Se paseaban apoyados en sus bastones mientras Victorita aprendía a caminar con el auxilio de su bulldog Biuty, que se ofrecía como punto de apoyo.
En Villa Ocampo, los entremeses domésticos narran la historia nacional; los anecdotarios personales construyen, en clave "travesuras de la infancia" y con un tono picaresco de estudiantina, los linajes fundadores de la nación patricia.
© La Nacion