Enrique Lihn, el poeta mayor y póstumo
La frase hecha (y deshecha a fuerza de su certidumbre) según la cual todo poeta inteligente es un buen prosista encontró en el chileno Enrique Lihn una inversión: la prosa tiende al poema, y cuando llega a él (al verso, en rigor) por la vía de la inteligencia, lo hace sin renunciar del todo a la condición de prosa. Así fue la poesía de Lihn desde el principio, desde La pieza oscura (1963) hasta el final, con Diario de muerte (1989). Pasa lo mismo al revés: La orquesta de cristal parece una novela, pero no lo es; lo artículos de El circo en llamas parecen artículo, pero tampoco.
La publicación de Sólo sé que seremos destruidos, la antología (de versos) que José Villa y Miguel Ángel Petrecca hicieron para la editorial Gog&Magog trae de vuelta a Lihn en la hora propicia para todo poeta mayor: tarde. No hay más destino que el póstumo para el que escribe en serio; y escribir en serio es escribir corroído por la desconfianza en el lenguaje. Lihn lo sabía y lo escribió en una involuntaria repetición del final del Torquato Tasso de Goethe: "La poesía me sirvió para esto:/ no pude ser feliz, ello me fue negado,/ pero escribí".