En defensa del agua de la canilla
En las reuniones empresarias y sindicales, en las conferencias de prensa, en las reuniones de organismos de gobierno, en las conferencias internacionales y académicas, en todos lados, las mesas están presididas por una batería de botellitas descartables de plástico, llenas de agua. Estas conferencias de prensa y reuniones políticas se transmiten en vivo por las pantallas de televisión a todo el mundo, escenificando para nuestros niños cuál es el comportamiento ejemplar que esperamos de ellos: consumir agua en envases descartables. Si los políticos, los líderes religiosos y los héroes deportivos lo hacen, no quedan dudas. Dos inferencias inevitables surgen de esta escena: el agua pública no es saludable y, en cambio, sí es saludable descartar dos o tres botellas plásticas todos los días.
La aprehensión y la afectación se mezclan en este nuevo culto por el agua envasada. En todo el mundo, la gente que puede decidir lo que toma ha pasado a tomar agua envasada. Al principio parecía una moda excéntrica, pero luego se transformó en una obsesión que ganó las mentes de todo aquel preocupado por su salud. Comenzó en las grandes capitales del mundo como un signo de sofisticación que presumía de un gusto más desarrollado que el de los demás. Eso fue hace unos treinta años, cuando uno podía sorprenderse de que en Nueva York se tomara agua importada de Francia en elegantes botellitas verdes. En un acto de exhibicionismo y versación culinaria, en la mesa de enfrente alguien prefería una botella de agua italiana. En poco tiempo, esta extravagancia se multiplicó de un modo tal que las grandes empresas de alimentos adivinaron que sería importante posicionarse en el mercado del agua envasada. Compraron las compañías tradicionales y promovieron el consumo de agua mineral con toda clase de declaraciones de saludable pureza, una indirecta recomendación a no tomar el agua de red, o sea, el agua de la canilla. Esta insistencia en las declaradas virtudes de las aguas envasadas terminó por minar la confianza del público en el agua de la red. La campaña fue tan ingeniosamente desarrollada que años después una importante mayoría dudaba de si el agua de la canilla no dañaría su salud. Millones se invirtieron en este sutil pero persistente mensaje, que alcanzó todos los rincones de la tierra. Al fin, el agua mineral y el agua envasada en general se transformaron en una necesidad. No una necesidad más, sino en una primera necesidad. Había llegado el momento clave esperado: la gente tenía (tiene) miedo del agua pública. No se piense que éste es un fenómeno local. Es un fenómeno mundial, o por lo menos de la parte del mundo en que vivimos. En México DF, atentos funcionarios públicos preocupados por mi salud no me permitieron tomar agua de red. Mis amigos brasileños me recomiendan no hacerlo.
Ésta es una percepción que se afirmó más extensamente en nuestros países, donde la confianza en el Estado y, por lo tanto en lo público, es débil y, a veces, casi nula. En los países del Norte aún se confía en el agua pública. En Estados Unidos, en la mayoría de los restaurantes, cuando uno ocupa una mesa, primero sirven una jarra con agua (de red) antes de tomar el pedido. En Francia puede costar un poco más, pero en el restaurante medio, basta pedir de l'eau , y traen un botellón con total naturalidad. Claro que en los restaurantes más caros y elegantes esto ya casi no sucede. En cambio, se ofrece al comensal elegir entre un listado de aguas minerales casi tan largo como el del vino. En los restaurantes de Buenos Aires es cada vez más difícil conseguir tomar agua de la canilla. En mi caso, que me niego a tomar de botellas descartables por razones ecológicas, he tenido que retirarme de un restaurante de medio pelo donde educadamente se me explicó "que no sirven agua de la canilla".
El derecho al agua era incluso algo reconocido por las monarquías absolutas, que consideraban una obligación ofrecer agua pública en la plaza. Pareciera que ahora esa idea no gobierna más la conciencia de nuestros dirigentes. Ellos prefieren tomar agua envasada. Si los dirigentes y los funcionarios, los propios responsables del Estado no se permiten tomar el agua de la red pública, entonces también están confirmando que habrá ciudadanos de primera que beberán agua de primera y ciudadanos de segunda que beberán el agua pública. Sin previa discusión, la responsabilidad del Estado de proveer agua potable fue borrada del anteproyecto del nuevo Código Civil, ahora a punto de aprobarse.
Parece inevitable que si el agua corriente ya es considerada insegura por quienes son responsables de que sea segura, es decir, potable, llegará el momento en que terminará siendo insegura. No es verdad que el agua embotellada sea más segura, pues la contaminación, si ocurre, está concentrada. Pero si en algunas ciudades el agua pública no fuera suficientemente buena, o se estuviesen relajando los exigentes y constantes controles de potabilidad que son la norma para el agua corriente, estaríamos aceptando un retroceso de lo público tanto más grave que cualquier otro, incluso de la ya notoria decadencia de la enseñanza y salud públicas, de las que la Argentina llegó a ser modelo.
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