El televisor que me llevó a la Luna
Hace un par de semanas, estuve digitalizando antiguos negativos. Es una experiencia extraña, por momentos onírica, que viene a demostrar -y esto solo es perturbador- que la memoria guarda recuerdos que ya no podemos recuperar de forma voluntaria. Pero están ahí, intactos. Un estímulo insignificante y regresan.
Es también una tarea detectivesca. No importa tanto el centro de las imágenes, sino sus bordes. Archivados sin orden ni concierto, estos negativos callan nombres y fechas. Pero gracias a un banderín, un calendario de Alpargatas, un edificio histórico o la gran araucaria del Parque Pereyra, uno va reconstruyendo ocasiones y lugares.
El banderín se ve a medias y celebra un campeonato soterrado en las décadas. Muestra, sin embargo, un año: 1968. Son fotos de un cumpleaños. Empiezo a recordarlo. Se reavivan ascuas de tiempo. Fue cuando cumplí los ocho. En el frasquito de metal con tapa a rosca (así se guardaban los negativos) encuentro fotos de años anteriores. Junto a mi cama había un gigantesco póster del sistema solar. Lo conservé hasta no hace mucho, cuando Júpiter y Saturno habían ganado más lunas y Plutón había sido relegado a la categoría de planeta enano. De chico me dormía soñando con viajar al espacio y me sabía todos los nombres del póster. Geek desde el vamos.
Entonces siento un sobresalto. Vuelvo a la carpeta donde estoy guardando las fotos. Sé que hay algo que mis ojos vieron, pero que pasé por alto. Empiezo revisar, foto por foto. He trabajado durante días y hay como 300 imágenes en la carpeta.
Ahí está. La encuentro. La foto está ocupada por la imagen de mi padre, que, caramba, tiene en las manos uno de los frasquitos metálicos que ahora pueblan mi escritorio. El resto está oscuro, pero cuando reparo en el detalle sombrío a un costado, sobre una mesa, otro torrente de recuerdos viene a mi mente.
"Justo ahora", murmuro, incrédulo.
El detalle es un televisor en blanco y negro. El gabinete de madera está abierto y se ven el tubo de rayos catódicos y algunos cables. No es indolencia. Los receptores de TV eran tan pocos y tan caros en esa época que mi viejo compró los componentes y armó nuestro primer televisor. Cada tanto lo desarmaba y le cambiaba algo. Era lo normal.
Miraba los dibujitos en ese televisor, y a la noche mis padres veían novelas que podía oír desde mi cama, insomne desde pequeño, y que trataban de asuntos que me resultaban por completo ajenos. Más aún, el receptor made in home me permitiría asistir, en vivo, a un hecho que conmocionó a la humanidad: un hombre caminando por la Luna.
"Justo ahora", volví a decir. Porque la historia de ese televisor va más allá de la postal de una familia reunida ante la pantalla cerca de las 11 de la noche del 20 de julio de 1969.
En julio de 1969, mi padre llevaba varios años dirigiendo el taller del diario La Prensa. La noche del 20 se presentó un problema: no tenían allí ningún televisor. Así que don Eduardo, mi padre, decidió que ni nosotros ni su gente del diario iban a perderse el alunizaje. Cargó en el auto a su familia y la tele, y nos fuimos todos al taller de la calle Azopardo.
Ubicaron el aparato en un estante alto y, a horas inusuales para los chicos, pero de lo más normales para la muchedumbre que rodeaba la pantalla, vimos al astronauta descender lentamente la escalerilla del módulo y poner los pies en la Luna.
Lo estoy viendo ahora. Supongo que nos subieron a un par de sillas y sé que nunca tuve la vista tan fija en algo ni los ojos tan abiertos. Fui Armstrong por unos minutos y me prometí que un día también iría a la Luna. O a cualquiera de los otros mundos de mi póster, y tal vez hasta el infinito y más allá.
Luego, la vida me llevó por otros caminos. Pero, medio siglo después, las borrosas imágenes en blanco y negro y el regocijo generalizado alrededor de la pantalla siguen intactos. Eso, y que era nuestra tele.