El realismo inesperado de Philip K. Dick
Parece que fue ayer, pero el siglo apenas estaba empezando. En coincidencia con los atentados contra las Torres Gemelas, me tocó hacer la recensión de una antología de cuentos de Philip K. Dick, uno de los autores de ciencia ficción (otro es Stanislaw Lem, otro J.G. Ballard) que todavía sigo leyendo con relativa constancia. Ahí anotaba que los relatos del estadounidense eran por momentos tan verosímiles en su futurismo que corría el riesgo de volverse con las décadas un simple escritor realista.
Exageraba, pero no necesariamente erraba. Si hay algo realista en Dick está en los detalles secundarios y en el espíritu de perpetua paranoia. Se podría decir que es un visionario que no aspira a ninguna predicción, a diferencia de lo que ocurría con Julio Verne, que hacía pasar como profético aquello que estaba a la vuelta de la esquina. Los mundos de segunda mano de Dick, por su lado, están llenos de bibelots cómicos inolvidables. La novela en que se basa Blade Runner (¿Acaso sueñan los androides con ovejas eléctricas?) imaginaba que los animales se habían vuelto tan escasos que resultaban un lujo, una señal de status. Lo que proliferaba por todos lados eran las mascotas robóticas. La película se salteaba el detalle. No ocurrió a gran escala, pero la idea no parece fantasiosa.
A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Dick (1928-1982) no le prestaba mayor atención a la verosimilitud científica. Era un hijo desordenado de los años sesenta: un lector voraz que soñaba con ser escritor "serio", un adicto a las anfetaminas, que lo mantenían en pie para ganarse la vida escribiendo para revistas de quiosco. No anduvo tampoco desparramando epidemias o desastres a diestra y siniestra, aunque los tenga. Su obsesión era la pregunta por lo real, la certeza de que en el fondo la realidad tiene bastante poca certidumbre. Una de las impresiones de estas semanas de enclaustramiento podría asociarse de manera contradictoria a esa extrañeza: los efectos reales y concretos de la pandemia nos hacen pensar en la ciencia ficción. Pero, ¿no debería ser al revés? Dick sospechaba que la realidad podía ser una forma de alucinación colectiva. Hablaba de manera metafísica y borgeana. Seamos más pedestres: naturalizamos a tal punto la dinámica cotidiana que ya nos resulta imposible advertir hasta qué punto su realidad es un simple efecto de la organización humana. La posibilidad de contar con electricidad no va de suyo. Es real y usufructuable -como bien saben los que no tienen siquiera la posibilidad de tenerla instalada-, pero bien podría no estar ahí. Cuando hace unos días colapsó el sistema eléctrico de mi casa, sin embargo, todos los habitantes tronamos al unísono ante un improbable dios de los voltios por esa exclusión, por momentánea que fuera, del orden natural de las cosas.
La justicia poética, como se sabe, se revela en los momentos menos pensados. En el exacto instante del apagón me encontraba observando El hombre en el castillo, una serie reciente basada en uno de los libros más extraños de Dick. Me demoré en verla por miedo a corroborar lo de siempre: que PKD es, a pesar de las desprolijidades y torpezas de su estilo, un escritor tan secretamente literario que resulta refractario a los argumentos del sistema audiovisual. Desde la película de Ridley Scott (que incluso tomaba el título, Blade Runner, del libro de otro autor: William Burroughs) a Dick se lo filma a pesar de lo que escribe. La película más fiel en su deuda con él resulta Matrix, que no se basó en ninguno de sus obras, pero sí rapiña su genio en bloque. El hombre en el castillo es, cosa rara, una ucronía: Estados Unidos perdió la Segunda Guerra Mundial; los nazis y los japoneses se dividen el país mientras que en el medio, como separador, persiste una zona anárquica y neutral. El I-Ching, clásico adivinatorio, hace furor y será la clave para descubrir que la realidad no es tan firme como parece. La serie parte de las mismas premisas, pero pronto se convierte en una historia de espías y redes de resistencia: atractiva, llena de suspenso bien dosificado, igual a tantas.
Que estemos viviendo una realidad alternativa es una de las tantas posibilidades que se desprenden de las ideas de Dick. Hay una anécdota de su vida, contra todo, que nos conecta de manera más urgente con la actualidad. En "La exégesis", el diario que llevó después del ataque místico que tuvo en 1974, el escritor revela que cree que lo espía el FBI. Su conclusión era que en alguna novela había descripto por casualidad algún experimento hipersecreto. Al desclasificarse ciertos archivos secretos años después se encontró que no era una simple manía persecutoria. El motivo de que lo vigilaran era más vulgar, pero también en eso Dick se adelantó sin buscarlo: descubrió en carne propia que a la larga cualquier simple mortal como él terminaría siendo vigilado porque sí, sin que venga a cuento, por puro estado de excepción.