El pasado como arma política
Decidir qué está bien y qué está mal no es fácil. Hay al respecto diversos criterios que no logran ponerse de acuerdo, lo que hace que muchos digan que la distinción es teóricamente imposible y depende, en última instancia, de los sentimientos de las personas o de los grupos. Pero, además, se advierte en la aplicación de esos criterios otra diferencia, que obedece a la mayor o menor cercanía del sujeto con el hecho que se valora.
Lo que sucede más cerca de nosotros nos importa (motiva) mucho más que lo que sucede en círculos lejanos. Esto puede advertirse en los titulares de los diarios, que ponen énfasis en la política local, luego en la internacional y por último, casi a modo de curiosidad a menos que se trate de catástrofes, las noticias de países del otro lado del mundo, aunque en el lugar de su origen sean tenidas por importantes.
Ese fenómeno tan humano de interés por lo que nos toca de cerca se aplica también en la dimensión temporal. Decimos a menudo que lo urgente no nos deja ver lo importante: expresamos así que aquello que amenaza suceder mañana mismo nos llena de alarma y nos mueve a la acción inmediata, mientras que un peligro que se anuncia para dentro de un año, o de diez, apenas distrae nuestra atención de los acontecimientos inmediatos. Pero también aquí hay una diferencia entre lo cercano y lo lejano: lo que haya de pasar con nuestra familia el año que viene nos conmueve más que lo que pueda suceder esta misma tarde en el confín del universo.
Hacia el pasado sucede otro tanto, pero el alcance de sus efectos es mucho más corto. Lo que ha ocurrido hace un rato perdura en nuestros sentimientos; lo que sucedió la semana pasada queda en la memoria y lo que pasó seis meses atrás tiende a difuminarse paulatinamente en el olvido. De este modo, nuestros rencores van calmándose a diferente ritmo, según la personalidad de cada sujeto, pero su efecto hacia lo pretérito es más breve que el de nuestra ansiedad hacia el futuro. Así es como los hechos que alguna vez nos conmovieron profundamente entran en el campo de la historia para ser objeto de registro y análisis menos apasionados.
Es claro que eso no sucede sino con nuestra historia individual. La historia colectiva, la que se estudia en las escuelas, no goza de esa tendencia paulatina hacia la paz.
Pero esto no sucede porque nos apasionen particularmente la muerte de Julio César, ni las campañas napoleónicas, ni el propio cruce de los Andes, sino porque, fieles a la calificación de la historia como magistra vitae , proyectamos los hechos pasados hacia nuestros intereses presentes y los esgrimimos como argumentos implícitos en favor de nuestras tendencias.
El episodio de Bruto puede leerse como un elogio del tiranicidio o como un trágico ejemplo de deslealtad política; Waterloo, como el fin inevitable de los imperios o como una prevención acerca de las restauraciones tradicionales; la gesta de San Martín, como un caso de desobediencia castrense, como una incitación a combatir las tiranías más allá de las fronteras o como una ayuda circunstancial para exaltar en otros países el orgullo nacional por O'Higgins y Bolívar.
Es claro que he elegido ejemplos poco sensibles para explicar el fenómeno de la política histórica. En la Argentina abundan otros más delicados: Mariano Moreno, Manuel Dorrego, Juan Lavalle, Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre, Julio A. Roca y, por supuesto, don Juan Manuel de Rosas, el Brigadier General defensor de la soberanía para unos, para otros el principal culpable de la "primera tiranía".
Entre 100 y 200 años han pasado desde que ocurrieron aquellos hechos: ni el país, ni el mundo, ni las ideas políticas y sociales son las mismas que cuando aquellas personas vivieron; pero sus figuras históricas, convertidas en rígidos íconos escolares, humanizadas por sus debilidades y flaquezas o execradas por un fundamentalismo de sentido inverso, se convierten en armas arrojadizas y el análisis de lo que hicieron, a menudo divorciado de la relativa objetividad de los historiadores, sirve para simbolizar tendencias actuales y para reunir bajo su recuerdo a los seguidores de quien las enarbole.
Quien domina el pasado domina el presente y el futuro, decía Orwell en 1984 . La idea no era de él: se inspiraba en lo que Stalin hacía, al reescribir o borrar de las enciclopedias la figura de quienes caían en su desgracia.
No son ésos buenos ejemplos por seguir. Lo que pasó, pasó; puede y debería ser recordado en todas sus partes para que cada uno lo juzgue de acuerdo con sus criterios, pero también con la creciente ecuanimidad que el tiempo nos regala, sin retorcerse una y otra vez para servir de propaganda a facciones encontradas del presente.
© La Nacion
El autor es director de la maestría en Filosofía del Derecho de la UBA
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