El lenguaje secreto de las plantas
Existe entre ciertas personas un lenguaje único, al mismo tiempo sigiloso y nebular. Como la música, no tiene la pretensión semántica del habla, y es por eso universal. Solo sirve, además, para el decir amable; así, expresado el primer párrafo, se establece un vínculo difícil de disolver.
Me refiero al lenguaje de las plantas. Si miran alrededor, si van al jardín, si hacen memoria, descubrirán cuántos de esos ejemplares llegaron como un regalo inesperado, y, por eso, como un mensaje. Para mi penúltimo cumpleaños, por ejemplo, un amigo me obsequió una pequeña maceta con tierra. Los invitados se rieron un poco de un presente tan despojado. Ignoraban que además contenía la semilla de un Tecoma stans, un arbolito de preciosas flores amarillas que el próximo invierno estará listo para salir del encierro y aventurarse al planeta Tierra. A distancia prudente, y para que en el futuro le prodiguen un poco de sombra a mi huerta, lo acompañará un ceibo joven y enérgico que -vaya- me obsequió una amiga.
¿Pero son solo regalos adecuados? Cierto, todos saben de esta pasión mía. Pero siempre intuí que había algo más, y sobre la naturaleza última de este lenguaje tuve noticia cierta cuando una lectora de estos manuscritos me legó rizomas de loto de la India (Nelumbo nucifera). Cuando fui a buscarlos, me explicó que estas plantas majestuosas y místicas crecen tanto que periódicamente hay que quitar algunos rizomas y obsequiarlos a personas queridas. No estaba equivocado, entonces; tal rito me tocará la próxima primavera, y ya tengo mi lista de interlocutores.
El lenguaje de las plantas no está libre de riesgos, sin embargo. Hace muchos años, una amiga me regaló tres plantas, en diferentes momentos. La primera fue un acanto, sobre el que me advirtió:
-Siempre en maceta. Si la ponés en tierra, no la sacás más.
Tenía razón. Un cuarto de siglo después, ese acanto sigue conmigo y ha atravesado toda clase de inclemencias, pero reverdece implacable o insolente una y otra vez. La segunda fue un Philodendron, que creció hasta dimensiones sobrenaturales; dos de sus descendientes permanecen conmigo. Me regaló también un jengibre. Por fortuna, dudé. Cuando dio flor, resultó no ser la variante comestible. A veces este lenguaje también incurre en malentendidos.
Nuestra vid, una cabernet sauvignon de noble linaje, llegó de la mano de mi colega Sebastián Ríos. Este verano dio sus primeras uvas, que apenas tuvimos oportunidad de probar. Los pájaros devoraron el resto. Como debe ser. Ya vendrán más frutos. Y más pájaros.
La mamá de mi vecina me ofreció hace poco "unas plantitas". Le dije que encantado, y unos días después me trajo unas dracaneas enormes, un generoso ramo de cola de caballo (Equisetum) y una cabeza de flecha (Syngonium). Las primeras están enraizando con sosiego. Al segundo, que es hermoso pero muy invasivo, lo tengo en libertad bajo palabra. La cabeza de flecha fue a decorar la ducha, que es el mejor ambiente para esta trepadora que ama el calor, la humedad y el aire quieto.
Cuando nos mudamos a la nueva casa, un vecino nos dio la bienvenida con una palmera. Casi no nos conocíamos, pero resultó ser una Phoenix canariensis, mi favorita. Mi amiga Florencia, a la que conozco hace décadas, me trajo este año una Hoya carnosa, que se ganó un texto con sus excentricidades (https://www.lanacion.com.ar/2240946).
Pero no es una práctica nueva. Las especies vegetales han ido de aquí para allá durante la historia entera de nuestra civilización, como obsequio exótico o como exotismo obsequioso, y hoy hasta la más modesta despensa exhibe palabras transmitidas hace milenios, pero de las que todavía dependemos. La soja, el arroz, el sorgo y el té de China; el maíz mexicano; el trigo de Medio Oriente; la papa de Perú y Bolivia, y la proverbial manzana de Asia Central. La lista es abrumadora. Es, tal vez, el diccionario de la humanidad.