El espejo del silencio
Escribo en silencio. Quiero decir: sentado ante la computadora en uno de los cuartos de la casa, escribo rodeado de los sonidos que provienen de la vida diaria y aun de los que llegan desde la calle en el atardecer, y sin embargo lo hago procurando concentrarme de tal manera que cuando lo consigo escribo inmerso en un silencio interior. Escribo tras haber releído unos cuantos pasajes de El silencio en la era del ruido, un librito de Erling Klugge que se completa con una idea proveniente de uno de los tantos oficios del autor: El placer de evadirse del mundo. Klugge no es precisamente un escapista, pero su sentido de la aventura lo ha llevado innumerables veces a refugiarse del vértigo del mundo internándose en vastas superficies del planeta y a hacer cumbre en algunos de los picos más codiciados por quienes ejercitan el montañismo. A juzgar por sus anotaciones, es un hombre de grandes soledades, acostumbrado a disfrutar de encontrarse consigo mismo en espacios abiertos como la Antártida, el Himalaya o el Everest.
Hay una primera observación del autor que merece ser retenida por el lector. Cuando ha permanecido durante períodos prolongados en estos ámbitos, percibió un incremento de los sentidos. El silencio nunca es absoluto, pues si logramos la concentración necesaria escuchamos el sonido de nuestra respiración o de nuestro ritmo cardíaco del mismo modo en que lo hacen casi sin esfuerzo dentro de sus escafandras los buzos o los astronautas. Por lo demás, la ausencia de sonidos externos, incluso cuando es interrumpida por el murmullo del viento o el graznido de un ave, incrementa la concentración y permite descubrir matices de tono, textura o aun color en los objetos que nos rodean.
Klugge recuerda, desde luego, la experiencia que realizó hace algunos años la artista Marina Abramovic, quien se sentó en uno de los salones del Museo de Arte Moderno de Nueva York durante horas mientras una importante cantidad de personas desfilaba a unos pocos metros de ella mirándola a los ojos y en silencio.
Viví hace algún tiempo una experiencia parecida durante una serie de sesiones de meditación zen. Junto a un grupo de personas que me eran desconocidas, durante cincuenta minutos me senté en posición de loto mirando una pared con los ojos semicerrados. El silencio fue apenas interrumpido cada tanto por el agradable sonido de unos cuencos tibetanos. La experiencia me resultó sorprendente: jamás pensé hasta entonces que estando en silencio, aun dejando que los sonidos del mundo externo ingresaran en mi mente, podría escuchar los ruidos interiores y aun una serie incalculable de imágenes. Persigo desde entonces el silencio con resultados variados, pero cada vez que consigo aislarme del mundo, incluso de aquellas cosas del mundo que me producen satisfacción, como por ejemplo las vibraciones de euforia en un estadio de fútbol o aun la música (me refiero a la música de intenso pulso rítmico, no a aquella que induce a la calma o a la introspección del mismo modo en que lo hacen las grandes superficies desiertas), doy con algo interior que aunque no puedo poner en palabras se me antoja esencial.
Klugge hace una observación muy sugerente respecto del modo en que a veces nos apartamos de las cosas. "Aislarse del mundo no consiste en darle la espalda al entorno -escribe-, sino en lo contrario: en ver el mundo con un poco más de claridad". La consecuencia de ese apartamiento puede ser el encuentro con nosotros mismos, una idea que muchas veces produce temor. Por razones muy diversas, no siempre queremos mirarnos francamente en ese espejo.
En el final, Klugge trae una de esas ideas algo opacas que son provechosas en la medida en que nunca terminamos de comprenderlas del todo. Cita a Rumi, el célebre poeta místico persa y erudito religioso: "Ahora me quedaré en silencio y dejaré que el silencio distinga la mentira de la verdad".