El derecho ciudadano de saber
Con pesar sostengo que la Argentina no merece sumarse a los 55 países que conforman la Alianza de Gobierno Abierto. Tímidamente, podría aspirar a solicitar su ingreso cuando cuente con el mínimo requisito de haber sancionado una ley de acceso a la información pública y diseñado un plan de gobierno abierto.
El gobierno abierto es una innovadora política que profundiza y garantiza el derecho humano de acceso a la información en poder del Estado. En la actualidad, lo favorecen las ventajas y las infinitas posibilidades provistas por las nuevas tecnologías e Internet.
Los gobiernos que eligen implementar una política de gobierno abierto ponen a disposición libre, gratuitamente y online grandes volúmenes de datos públicos desagregados, que se publican en formatos abiertos y procesables por máquinas, para permitir nuevas interpretaciones de la información a partir de cruces de datos, visibilizaciones y análisis sofisticados.
La Argentina es uno de los pocos países del hemisferio que no poseen una ley de acceso a la información pública. Los ciudadanos, con pleno derecho a saber, mendigamos información a través de intercambios epistolares decimonónicos entregables en las mesas de entrada de las oficinas públicas.
La Argentina sólo cuenta con el decreto 1172/2003, que regula el derecho de acceso a la información y que sólo rige para una parte del sector público. Su aplicación cayó en desgracia cuando Marta Oyhanarte, la funcionaria a cargo, renunció debido a los obstáculos impuestos desde la Jefatura de Gabinete de Aníbal Fernández.
Andrés Larroque, reemplazante de Oyhanarte y líder de La Cámpora, desmanteló los esforzados aunque tibios avances alcanzados por la gestión precedente. A la luz de las decisiones del funcionario es dable concluir que el acceso a la información pública no tiene registro entre los derechos humanos que dice predicar la iluminada vanguardia juvenil.
Larroque incumplió el decreto que le tocaba aplicar argumentando que una ciudadana peticionante de información -quien suscribe la presente- debía acreditar "interés legítimo", desconociendo estándares y tratados internacionales y, especialmente, el fallo "Claude Reyes vs. Chile" de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Además, negó el acceso a la nómina de personal de su Subsecretaría aduciendo que el nombre y apellido de los empleados públicos ingresan en la categoría de "datos personales" que deben protegerse, lesiva interpretación apuntalada en sucesivos dictámenes de la Dirección Nacional de Protección de Datos Personales del Ministerio de Justicia.
Hasta tanto la presidenta de la Nación no ordene (porque así funcionan las cosas) a su bloque de diputados nacionales sancionar la ley de acceso a la información pública enviada por el Senado a fines de 2010, la Argentina no merece ocupar el pedestal de las naciones que con leyes, presupuesto y decisión política eligieron el camino de la transparencia para elevar los costos de la corrupción.
Adelantándome a las críticas de cipayismo y antipatria, muy de moda estos meses, respondo que quienes han ido en contra de los intereses de la Nación en materia de transparencia y lucha contra la corrupción ocupan cómodos sillones en la Casa Rosada.
El gobierno de Cristina Kirchner ha hecho poco y nada para torcer el destino de la Argentina, que se ubica entre los países habitualmente "percibidos" como más corruptos del mundo. En todo caso, ha hecho mucho para profundizar ese camino patético que la nación no merece.
Los tratados internacionales en materia de derechos humanos y el mundo global nos exigen transparencia. Se requiere información sobre el ambiente, la exploración y la explotación de recursos naturales, el patrimonio y los conflictos de intereses de los funcionarios, los contratos públicos y los contratistas, el presupuesto y sus ejecuciones, los planes sociales y de vivienda, entre otros. Se exige que estos datos se publiquen online y en formato abierto.
Sin embargo y pese a todo eso, nuestra Presidenta persiste en elegir la opacidad a la transparencia. Ese código de silencio y protección, inapropiado para una democracia moderna, nos condena a reproducir la desesperanza colectiva frente a la impunidad de los corruptos.
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