El cuerpo eléctrico de Walt Whitman
Recuerdo como si fuera ayer cuándo escuché por primera vez el nombre de Walt Whitman. En un retorno a clases, una profesora del secundario preguntó qué habíamos leído en las vacaciones y cierto compañero se despachó con un fenomenal panegírico del poeta estadounidense. El comentario debe haber sido contagioso porque al verano siguiente en vez de alguna trivialidad de las que prefiero no acordarme me llevé el Canto a mí mismo.
Whitman tuvo por aquel entonces un inmediato efecto de cercanía -porque era cierto que quien tocaba aquel libro tocaba un hombre, como él mismo sostenía-, pero resultaba a la vez muy distante en términos cronológicos. Hoy, en cambio, tanto después, la relectura lo vuelve más contemporáneo que a muchos.
Llama la atención que una fecha tan redonda como el bicentenario de Whitman (nació hace dos siglos, el 31 de mayo de 1819) haya pasado poco menos que inadvertida. No hay muchos de los que se pueda decir, como ocurre con el autor de Hojas de hierba, que cambiaron una manera de encarar el arte y, también, al mismo tiempo, la vida.
Swinburne lo comparó con William Blake, pero quería indicar que Whitman no se parecía a nadie. La sensualidad no era nueva en la poesía, pero la franqueza de ese individuo con deliberado aspecto rústico iba a contramano de todo. Se celebraba a sí mismo, pero no de modo confesional: exaltaba su cuerpo, pero invocaba a los lectores, sus camaradas, diciéndoles que cada átomo que le pertenecía a él también les pertenecía a ellos. Cada hombre, podía leerse, es un cosmos. No hay que tener intuición histórica para calibrar los efectos revulsivos de esa visión. Whitman fue siempre una excepción, pero en parte tuvo suerte. El trascendentalista Emerson celebró que alguien por fin estableciera una relación personal con el universo, de verdad americana, aunque para eso tuviera que hacerse el distraído con las connotaciones sexuales de esos versos que le cantaban al "cuerpo eléctrico".
Whitman, digamos, se inventó un papel, el del plebeyo que circula entre el gentío y confía en la limpia inocencia que le viene de la naturaleza por la que vagabundea sin complejos de culpa. En vez de atenerse a las rimas y formas de la poesía inglesa, le dio un estatus definitivo al verso libre, que en sus manos se volvió una forma de respirar. Nunca fue, y ese es su atributo más secreto, sentimental. Su camaradería democrática, que incluye a las mujeres, es la prolongación de su mirada universal, al igual que su asunción del "amor varonil", como lo llama en Calamus.
Como se sabe, Hojas de hierba, su gran libro, fue reuniendo, a golpe de reimpresiones, la totalidad de su obra poética. La primera edición, en 1855, tenía apenas una veintena de poemas, y un detalle: no llevaba el nombre del autor en la portada, pero sí constaba en el interior una fotografía que mostraba a un treintañero barbudo, con el cuello de la camisa abierto, posando orgullosamente como un hombre común.
Whitman no renegaba de la autopromoción: según sus biógrafos, podía quedarse horas en la recepción de un diario para asegurarse una reseña. No es difícil imaginarlo hoy divulgando su buena nueva por las redes, aunque tampoco es difícil prever qué le incomodaría de este mundo. Pensaba que el cuerpo también era el alma, pero llegó a advertir que su país empezaba a perder la segunda. En un ensayo, Democratic Vistas, de 1871, critica con amargura, después de la Guerra Civil que tanto lo afectó, que "ganar dinero se haya convertido en el único objetivo imperante", que el cuerpo de su nación avanzara "con pasos sin precedente hacia un imperio tan colosal que dejará atrás a los de la antigüedad". Es en ese punto donde su poesía, que nunca habla de esas cosas y apunta en otra dirección, se vuelve urgente y urticante. Whitman nunca confundiría el ocio lujoso o los algoritmos con la pura libertad.