¿Dónde quedó la realidad?
Una escena típica de nuestro tiempo: el visitante de un museo contempla la obra de arte a través de su cámara. No se limita a fotografiar; sostiene el aparato como una intermediación necesaria entre el mundo y su conciencia. Para él, las cosas existen cuando se registran en una pantalla.
En los últimos diez años, se han tomado más fotografías que en todas las épocas anteriores. La mayoría de ellas no se imprimen ni se revisan. El obturador se acciona sin cesar porque cada toma puede ser borrada; en esa medida, no representa un gasto. Lo curioso es que la opción de suprimir fomenta el acopio. Las imágenes permanecen en la memoria digital como un archivo de lo posible; saber que determinada foto está ahí resulta tranquilizador: ese momento existió.
El uso sostenido e indiscriminado de las cámaras tiene que ver más con la neurología que con la cultura visual; conforma la memoria alterna de la especie.
En este nuevo horizonte de la percepción, los sucesos llegan filtrados por velos electrónicos. Más que hechos, contemplamos simulacros, espectros que los representan. Lo significativo es que los fantasmas se han convertido en principio de realidad: algo ocurre si es retratado. La imagen tiene rango notarial.
El impulso de cierta parejas a filmar sus relaciones sexuales depende menos del exhibicionismo que de un cambiante sentido de la identidad: reconocemos como auténtico lo que aparece en la pantalla. El fútbol nos ha acostumbrado a que no basta ver los goles en los estadios; hay que mirar diez veces la repetición para que ingresen en nuestro sistema nervioso. Lo mismo ocurre con el porno casero; los minutos reales son menos excitantes que la administrable eternidad de la repetición en video.
Una de las paradojas del orbe digital es que capturar imágenes tiene poco que ver con la contemplación, tarea que demanda lentitud. En tiempos regidos por el profano dios de la prisa, las imágenes sirven para guardarse; representan un capital simbólico y una prótesis: tenemos "buena memoria".
El inventario de los estímulos visuales es inútil porque compite con el infinito. La totalidad, es decir, la mediósfera, sólo se puede usar de modo fragmentario. El zapping y el photoshop crean vínculos arbitrarios, mutilan secuencias, articulan interrupciones. Pasamos del relato de lo real a un flujo inclasificable: el catálogo virtual. "Cincuenta y siete canales y nada que ver", canta Bruce Springsteen. Aunque su canción critica la banalidad de la programación, también revela el sentido profundo de la multioferta satelital, donde lo satisfactorio es no detenerse en una cosa, sino surfear por una ola de posibilidades.
El empleo simultáneo de Internet, la telefonía celular y la televisión transforma la representación en un fenómeno atmosférico, el clima del que no podemos prescindir. Si los aparatos se decomponen, nos apagamos.
En este ámbito, la política se decide a partir del carisma telegénico. El candidato que llora en el momento oportuno parece más comprometido que el que se limita a ofrecer remedios para la tragedia. La autenticidad es un gesto que da rating.
En cierta forma, nos parecemos a los eunucos que vigilaban el harén de Estambul. Mártires de la contemplación, habían sido castrados para garantizar su inactividad erótica. Además, tenían prohibido contemplar la realidad en forma directa. Inmóviles, aislados, supervisaban el sitio a través de un espejo iluminado a medias. Espectadores absolutos, carecían no sólo de acontecer, sino de sentido de lo inmediato. No muy distinto es el caso de los hikikomoris, autistas japoneses cuyo único contacto con el exterior es la computadora, o de cualquier usuario extremo de la Red.
En el tercer milenio, la representación se confunde con lo real, a tal grado que los simulacros se han vuelto hiperreales. La televisión de alta fidelidad y el cine en 3-D reflejan un mundo más nítido y colorido que el que nos rodea. ¡Cuán primitivos se han vuelto los espejos!
A esto se añaden transformaciones en el discurso. Los medios recurren a técnicas narrativas que reinventan la noción de "verismo". El programa de televisión In Therapy ofrece una consulta psicoanalítica en tiempo real y la serie 24, el extenuante día de un agente antiterrorista cuyo reloj avanza con el nuestro. Por su parte, los reality shows transforman el sistema de circuito cerrado en recurso de comunicación: vemos a gente "atrapada" en su propia vida.
No es casual que en esta cacería de veracidades algunas de las series más exitosas (C. S. I., Dr. House, Six Feet Under, E. R., Dexter, Nurse Jackie, entre otras) tengan que ver con dos casos límite del relato literal: la historia clínica y la autopsia.
Aunque la fantasía perdura en los dibujos animados, las comedias fantásticas de Woody Allen y los alucinados escenarios de Wong Kar Wai, en casi todas las narrativas de la imagen encontramos sobredosis de realismo. ¡Qué extraño sería que hoy se filmaran películas tan conscientes de su irrealidad como La noche de un cazador, El discreto encanto de la burguesía o Johnny Guitar!
Los "ismos" compensan un entorno donde no ocurren con suficiente frecuencia: si la multiculturalidad es fuerte y respira por sí misma, no hace falta que el multiculturalismo se convierta en una ideología que lo defienda. La sobredosis de realismo en las pantallas sugiere que la realidad mengua en nuestras vidas.
¿Cómo reacciona la cultura de la letra ante esos simulacros progresivamente reales? Twitter, Facebook, MySpace y otros dispositivos han desatado una expresividad tan veloz como la de las cámaras digitales o el zapping. También la nueva elocuencia escrita depende de un dedo en estado de vibración.
¿Qué retrato trazan los mensajes instantáneos que arrojamos a la red? Para los arqueólogos del porvenir, ¿Wikipedia, Facebook y Twitter tendrán la importancia del código de Hammurabi, la piedra Rosetta o las inscripciones cuneiformes en el palacio de Nabucodonosor II?
Sin descartar esos estimables recursos, sería un error entender a la especie por su comportamiento en las redes sociales. Las biografías que ahí comparecen no sólo no son ejemplares: son poco verdaderas. Abundan los casos de gente clonada por adversarios o simples intrigantes digitales, y hay cosas que se dicen sólo porque existe la posibilidad de hacerlo. En la escritura instantánea, la sinceridad es un modo de pensar en voz alta, un borrador que no siempre amerita ser pasado en limpio y que, por desgracia, puede tener testigos.
Mientras las imágenes se vuelven verídicas a un nivel casi tangible, nuestra identidad se convierte en algo fácil de suplantar. La blogósfera ha fomentado los alias y los apócrifos. El resultado parece ser el opuesto al del carnaval. Las máscaras venecianas permiten una rara franqueza; al amparo de un disfraz, se puede decir la verdad sin que resulte comprometedora. En cambio, en Facebook no te vuelves Yolanda para ser tú mismo, sino para desprestigiarla a ella. Muchas veces, quien asume el apodo de Ultra-Kinky no pretende hacer rap en línea, sino escribir sin rendir cuentas, o sea, ser impune.
Las señas identitarias se desvanecen al mismo tiempo que la privacidad. El sujeto contemporáneo es alguien vigilado por cámaras en el metro, las oficinas e incluso las casas de los amigos. Sus posibilidades de aparecer en YouTube de manera involuntaria son cada vez más altas. En este contexto, la paranoia es un principio de realidad, y la vida privada, una nostalgia. También permite que un alias parezca una protección de lo genuino: cuando el contenido de la identidad se desvanece, aportarle una cáscara semeja una forma de proteger lo propio.
En su libro Numerati, Stephen Baker se ocupa de la invasión de la intimidad. Las sociedades de consumo de la era posindustrial almacenan información privada. El carrito que empujas en el supermercado, los sitios que visitas en Internet y los teléfonos que marcas ofrecen estadísticas de tus preferencias. "Yahoo! captura una media mensual de 2500 datos sobre cada uno de sus 250 millones de usuarios", comenta Baker. Esto ha dado lugar a un nuevo oficio, el de los investigadores dedicados a convertir las cifras de tus actos (los precios de lo que compras, los teléfonos que marcas) en patrones de conducta, los numerati.
Los sabuesos de datos se declaran inofensivos: desean ayudarnos a encontrar los productos, las parejas y los viajes que nos urgen. Al hacerlo, benefician a terceros que cobran por nuestras necesidades. El problema es que ponen en evidencia la indefensión en que vivimos. Un ejemplo: la compañía Sense Networks, con sede en Nueva York, estudia las rutas de quienes hablan por celular, dónde se detienen, cuánto tiempo pasan ahí, etc. Así traza un mapa de preferencias para ofrecer productos. ¿Y si te entretuviste en casa de tu amante o asististe a la misa de una secta clandestina? La discreción es un hábito digno del pasado, cuando la intimidad no era captada por un satélite en el espacio exterior.
El horizonte que compartimos es un sitio donde alguien escribe en MySpace con tu nombre, tu vida privada es seguida por expertos en marketing y las imágenes se vuelven reflejos que superan en veracidad a su modelo. ¿Dónde quedó la realidad? ¿Hay espacio para las historias verdaderas? No me refiero a las crónicas y los reportajes de trascendencia pública, sino a las pequeños malentendidos de la vida diaria que en otros tiempos conformaban el relato de lo real.
En su libro Traiciones de la memoria, Héctor Abad Faciolince describe a un verdulero de Mendoza, Argentina, afecto a las frases sugerentes. Hombre sabio y muy dedicado a los tomates, explica así su negativa a hacer ventas a domicilio: "Yo vivo de sus tentaciones, no de sus necesidades".
La frase se puede aplicar a la prensa, donde unos viven de la tentación y otros, de la necesidad. Los diarios necesitan información (la agenda del presidente, la catástrofe de turno, los goles del domingo, el estado del clima). Pero también ofrecen textos de antojo.
¿Por qué leer un periódico? La razón natural es el hambre de datos. La aplicación de la ley, los escándalos financieros, los crímenes no resueltos y la conducta de los políticos son cosas que debemos saber. Como el arroz, la sal y el aceite, se trata de imprescindibles asuntos cotidianos. Quien solicita comida a domicilio jamás se equivoca en esa clase de pedidos.
En cambio, hay cosas que sólo compras cuando los tienes enfrente. Lo mismo pasa con el periodismo de tentación, que es lo contrario a una primicia exclusiva: encandila con algo que podríamos ignorar. No se basa en la información, sino en su manejo hedonista.
Julio Camba, Alvaro Cunqueiro, Ramón Gómez de la Serna, Josep Pla, Eça de Queiroz y Jorge Ibargüengoitía perfeccionaron el difícil arte de vender lechugas por su aspecto. Sus artículos son casos de tentación artística.
En tiempos de comida congelada y activos mensajeros en motocicleta, las necesidades se satisfacen más y mejor que los caprichos. Los verduleros y los periodistas de tentación no siempre encuentran espacio para ofrecer los duraznos que frotan con esmero en sus solapas. Y pese a todo, no han dejado de demostrar una paradoja: también la tentación es necesaria. A fin de cuentas, nada es tan humano como sucumbir a una debilidad. En El abanico de lady Windermere, Oscar Wilde resume el tema: "Puedo resistirlo todo, salvo la tentación".
Ciertas debilidades degradan; otras enaltecen; otras más son tan comunes que ni se notan. El gran desafío del periodismo de tentación consiste en mejorar las debilidades de los lectores.
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El autor, mexicano, es escritor