Don Quijote y el poder de la imagen
Lanzado en su aventura, el héroe de Cervantes comprueba que había confundido ficción con realidad. Hoy, nosotros, de pantalla en pantalla, corremos el riesgo de perder la capacidad de vivir experiencias
La plaza España está en la costanera marplatense, junto al mítico barrio La Perla y cerca de la playa donde Alfonsina Storni se suicidó una madrugada de octubre. En la esquina sudoeste de la plaza, de cara al mar, se levanta el monumento a Cervantes. La obra fue creada por Hidelberg Ferrino y se inauguró en 1975. La escultura muestra a Don Quijote de la Mancha cabalgando sobre Rocinante, con la lanza y el rostro apuntando al cielo, y detrás, sobre su asno, al escudero Sancho Panza. La obra soportó una polémica cuando corrió el venenoso rumor de que había sido creada a imagen y semejanza del monumento a Cervantes que hay en el barrio de Palacio, en Madrid. Como en los años 70 las imágenes circulaban con otro vértigo, hubo que aguardar varias semanas para comprobar las diferencias. Años después, y todavía picado por las viejas habladurías, Ferrino me contó que se había inspirado en la imagen más popular que existe de ambos personajes: ésa en que los dos cabalgan a paso lento y desgarbado por las llanuras de la Mancha en busca de aventuras. Esa imagen también operaba como una matrioska porque Ferrino recordaba que cuando cursaba el secundario, allá por los años 30, uno de sus profesores le había hablado tanto del Quijote que podía recordar la novela mediante imágenes tan vivas como las del cine.
Cuento una historia de imágenes que se multiplican en más imágenes. Como las que surgieron debido a los nuevos usos y sentidos urbanos que afectaron el monumento: a sus pies se fotografían los recién casados y las chicas vestidas de largo cuando van rumbo a sus fiestas de quinceañeras, y jamás falta la foto del novio desnudo, en plena despedida de soltero, montado en el asno y abrazado a Sancho. Además, ahí se congregan decenas de skaters que usan como rampa la plataforma inclinada y lisa del monumento. También posan los turistas, claro. Describo retratos y representaciones de una cultura que privilegia la imagen, en cuanto significante, sobre su significado. Donde vale más la forma que los contenidos.
Esta cualidad de la imagen merece más atención: releo Don Quijote de la Mancha según la edición del IV Centenario que hizo la Real Academia Española y me demoro en el prólogo de Mario Vargas Llosa porque dice: "Antes que nada, Don Quijote de la Mancha , la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de la Mancha?". Vargas Llosa pega en el clavo: ¿quién no conoce esa imagen? Millones de personas desde hace siglos la conocen. Aunque sin saber bien cómo nacieron y qué hicieron Don Quijote y Sancho. Hechizos de la ficción porque, en realidad, ¿cuántos leyeron la obra?
Es que la imagen tiene una vitalidad voraz. Todo lo traga y lo fagocita. Ya sea desde la televisión por aire o cable, o la Smart TV, el cine común o en 3D, la computadora hogareña y la portátil, los celulares como el iPhone, Blackberry o Galaxy, la tablet o los plasmas de los espacios públicos y comerciales. También nos embrujan las imágenes de la fotografía y el video digital de las cámaras y los celulares, y ni qué hablar de las que alimentan las redes sociales, los blogs y otros espacios de contacto virtual donde conviven con palabras, voces, música, sonidos. Hoy, como nunca, las imágenes parecen tener vida propia. Pero cuidado: es una vida forjada según los mandamientos que regulan la sociedad actual, en donde todos formamos parte de un gigantesco show mediático y virtual, y en donde el entretenimiento y la diversión son los licores que embriagan nuestros sentidos ávidos de consumo y distracción. Aunque quizás, como le ocurrió al doctor Fausto soñado por Cristopher Marlowe, el mundo de la imagen y la virtualidad reclame, a cambio del placer que nos ofrece, que le rindamos culto y le entreguemos nuestra propia alma.
Pero caer en la tentación tiene un costo elevado. El más grave es que la omnipresencia de la imagen opaca nuestra capacidad de vivir experiencias que puedan ser definidas como tales. Las experiencias, en cuanto saber y conocimiento proverbial, están cada vez más ausentes de nuestras vidas. Escapan lejos y ya no sabemos cómo alcanzarlas. Walter Benjamin anticipó esta carencia en Experiencia y pobreza , en 1933, y sus escritos influyeron, entre otros, en lo que Giorgio Agamben plantea sobre la misma cuestión. Pero me deslizo por otro camino para comprender lo que nos pasa cuando vivimos un día tras otro, a lo largo de semanas y años, atados a emociones superficiales que no se traducen en experiencias enriquecedoras. Es que la vida, sin experiencias, se transforma en un trance vacío y tedioso que suele desencadenar una profunda depresión.
Todos los días hay millones de personas que salen y regresan a sus casas sin que tengan algo importante para contar acerca de ellos mismos a la luz de un hecho vivido esa jornada. Nada pasó que sacudiera sus creencias y convicciones, que salpicara el significado que le otorgan a la vida, al amor, al dolor, a la felicidad. Sólo vivieron encuentros rutinarios, charlas ocasionales, enviaron y recibieron mensajes triviales por celular, Twitter o Facebook. La vida se vive en una pantalla, y si es táctil, se vive más aceleradamente. Pero la velocidad es enemiga de la intensidad y la profundidad. Y, claro está, no hablo de lo que viven quienes sufren una tragedia colectiva -un brutal choque de trenes, un incendio salvaje durante un recital de rock- ni los que padecen una desgracia personal. Hablo de los miles y miles de personas que viven aferrados a las emociones pasajeras y los placeres fugaces que producen las imágenes de un mundo cada vez más virtual -y cada vez más irreal- y que prefieren mirar sin preocupaciones hacia una dimensión idílica para no mirarse a sí mismos y a su propia realidad con ojo crítico. Hasta que de golpe y porrazo la vida se les cae encima como un cíclope y la realidad -esa realidad velada por las imágenes que operan como pantallas hipnóticas- les pega un cachetazo y los devuelve a la vida verdadera. Entonces las imágenes se borran, el show termina y el mundo real parece una isla desconocida.
Explico el modo en que funciona el poder de la imagen según Don Quijote.
Cuando comienza la novela nos enteramos de que a don Alonso Quijano se le dio por leer y leer libros de caballería, y así, "del poco dormir y del mucho leer, al pobre hidalgo se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio". El hidalgo está loco de remate y no se le ocurre nada mejor que transformarse en un caballero andante para convertirse en Don Quijote de la Mancha. Se calza las armas, monta en Rocinante, abandona su pueblo y sale en busca de aventuras. Primero solo; luego, con Sancho Panza.
Las extravagantes peripecias duran cerca de ocho meses y Cervantes las contó en dos partes: la primera fue publicada en 1605 y la segunda, en 1615. Al final, cuando Don Quijote se muere, sucede algo extraordinario: recobra la razón y le dice a Sancho: "Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo".
Esta frase está fundada en la experiencia vivida por Don Quijote y su escudero. Porque la novela trata del modo en que la ficción se inmiscuye en nuestras vidas y las cambia, y de la forma en que cada uno de nosotros, al intentar cumplir nuestros sueños y obsesiones, al enfrentarnos cara a cara con nuestros deseos más recónditos, logramos modificar el sentido de la fantasía y la irrealidad que también forman parte de nuestra existencia. El nudo de la novela está en el dramático choque que se produce cuando Don Quijote experimenta en carne propia la irrealidad de las imágenes que poblaban su cabeza. Pero esto es una metáfora: su locura estaba en creer que las mentiras de los cuentos de caballería eran la más pura verdad y que la ficción era la más pura realidad. Cuatrocientos años después, nada cambió: las mentiras son siempre mentiras, la ficción es la ficción y la verdad es que la única vida posible -hagamos lo que hagamos- es la que nos toca vivir en el mundo real.
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