Combatir al narco de más arriba
Los juzgados y cárceles del país se llenan de mulas y pequeños dealers, pero no se persigue el lavado de dinero vinculado al narcotráfico
Mulas, cigarrillos de marihuana, ravioles de cocaína, menudeo, papeles para armar, glasé o celofán, pocas balanzas, contadas cocinas, elementos de corte, quemadores o algunos procedimientos importantes que registran los medios como excepcionales: estas piezas del rompecabezas de lo que se encuentra, lo que se juzga y lo que se condena dejan en evidencia dónde concentró el Estado hasta ahora todos sus esfuerzos en la lucha contra la droga. Hay una gran voluntad paraa perseguir los últimos eslabones de la cadena de consumo y comercio. Voluntad que flaquea de manera grotesca mientras avanza en la escala de responsabilidades. Para muestra, sobran estadísticas. En los últimos 15 años, las causas judiciales abiertas en el país por tenencia para consumo se cuentan de a cientos de miles . Los jueces siguen condenando por tenencia simple y las cárceles se llenan de mulas y vendedores de pequeñas cantidades. Mientras, las condenas de lavado de dinero vinculadas al narcotráfico son sólo dos en todo el país. Una, en Córdoba. Otra, en Corrientes. ¿Consumen muchos, comercian menos, producen pocos y sólo un par capitalizan los activos y logran hacer circular el dinero negro en el mercado legal?
La abismal diferencia de causas entre quien consume o facilita y quien se enriquece con el producido por la venta de drogas revela que hablar de combate al narcotráfico parece exagerado. O al menos ambicioso, si se entiende como una organización criminal. La composición demográfica de las cárceles esconde una respuesta fácil. Las causas acumuladas en los despachos de los defensores oficiales, también. La política criminal antidrogas que imperó en el país no abarrotó de clientes los grandes estudios ni enriqueció las cuentas de los más importantes penalistas: no son los clientes que pueden pagar los que están en problemas. Para comprobarlo, sobra con recorrer el quinto piso y preguntar al azar en cualquiera de las fiscalías federales de Comodoro Py 2002, por ejemplo. Sólo en una fiscalía ingresaron, en los últimos quince días, 255 causas por infracción a la ley 2737, la ley de drogas. ¿Mucho, poco? Depende de cómo se lean estas cifras. Y las carátulas de cada expediente: del total, 243 fueron de tenencia para consumo; cinco, por tenencia simple, y sólo siete, de tenencia para comercialización. La gran mayoría de estas causas no va a llegar siquiera a juicio por razones de sentido común que la Corte esgrimió en el fallo Arriola: la tenencia para consumo que no afecte a terceros ni a la salud pública pertenece a la esfera de lo privado. Del resto, sin el secuestro de los elementos ni decomiso ni detenidos, probablemente quede en la nada.
Sin embargo, todas y cada una de esas carpetas de cartulina motorizaron el aparato de Estado como si se tratase de la lucha contra el narcotráfico, que no lo es. Recursos dilapidados, que abarrotan juzgados, fiscalías y comisarías distrayendo a todos y cada uno lo suficiente como para no poder avanzar más. O no querer hacerlo, según sea más o menos ingenua la mirada. Porque la policía tiene que arrestar a la persona que encuentra con tres cigarrillos de marihuana, usar un reactivo para ver de qué se trata, mandar una prueba al laboratorio, comunicarse con el fiscal y el juez que están de turno, sumar a la parodia abogados y peritos para, al final del camino, terminar con un sobreseimiento seguro. Pasan meses, se malgastan recursos y prácticamente ninguno de los judicializados aporta nada que permita llegar a los cerebros de las organizaciones criminales. ¿Entonces?
Las legislaciones, incluida la nuestra, tienen una lógica de ascenso: las figuras que se fueron incorporando a la ley de drogas fueron pensadas para penetrar las organizaciones y llegar a sus centros neurálgicos. Un imputado que pretende acogerse a la figura del arrepentido sólo obtendrá la reducción de la pena si aporta información que permita comprometer a un superior. Cuando se infiltra un agente encubierto en una organización es para llegar a sus cabecillas. Pero el país fue a contramano de la lógica elemental: descendió una y otra vez en la escala de responsabilidades. Se busca, se persigue y se condena a los consumidores, a las mulas, a los que comercian al menudeo. En una escalera que permite subir y bajar, por una o múltiples razones parecen estar clausurados los peldaños que permitirían llegar a lo más alto.
En la última reforma de la ley de drogas se agregaron figuras procesales como herramientas específicas para combatir el narcotráfico, asumiendo que se trataba de una forma de delincuencia que no se puede reprimir con los métodos tradicionales. Así, en 1989, de la mano de Carlos Saúl Menem y a instancias de Estados Unidos, llegaron al país figuras que sólo conocíamos a través de películas hollywoodenses: el agente encubierto, el arrepentido, el denunciante anónimo, la entrega controlada, la prórroga de la jurisdicción. Se entendieron mal, se usaron peor y pasaron a la historia en el papelón jurídico conocido como el caso Coppola: el ex juez federal de Dolores Hernán Bernasconi las utilizó para encarcelar inocentes; dos policías caricaturescos fueron los agentes encubiertos; ¿el obligado a arrepentirse?, una estrella del Mundial 78, el Conejo Tarantini, y las denunciantes anónimas Samantha Farjat y Natalia de Negri, que rompieron su anonimato hablando de la denuncia en todos los programas de televisión del momento. El ex juez, destituido y detenido, aprovechó la prórroga de jurisdicción para actuar en la Capital Federal y llevarse el famoso jarrón del departamento de Coppola. Ése fue el gran debut.
Otros países del mundo tuvieron más suerte, si de suerte se trata. Italia, con herramientas parecidas, sentó en el banquillo de los acusados al segundo de la Cossa Nostra que declaró como arrepentido contra el propio Silvio Berlusconi. Otra vez, no es el cuchillo sino cómo se lo utiliza. Los recursos están, podrían mejorarse, debatirse nuevas reformas, leyes de derribo o la creación de una DEA Nac & pop, pero sin voluntad política son como los billetes de la droga en negro: no sirven para nada.
Las balas en la casa del gobernador Antonio Bonfatti sonaron como un despertador: respondieron todos. La Corte Suprema, los obispos, la procuradora general, el gobernador bonaerense. Y los pocos distraídos que quedaron no pudieron desatender el grito de los jueces del norte del país.
Todos parecen tener claro que si no miran hacia arriba no van a encontrar nada. En el último eslabón de la cadena están los que ingresan al mercado legal dinero sucio. Los que lavan. Porque sin esa posibilidad, si los miles de millones se vieran inutilizados, no valdrían nada. Las dos condenas que hay por este delito permiten entender a dónde se llegaría en caso de querer llegar en serio. Incautación de autos de alta gama, propiedades, barcos, campos; en el caso de Corrientes se decomisó hasta una escuela secundaria de 150 alumnos que se había construido con dinero negro. Su directora era la esposa de uno de los narcos, que terminó condenado junto a un oficial de la Policía de Seguridad Aeroportuaria. Plata, poder, recursos y la complicidad de quienes tenían que combatirlos y terminaron uniéndose. La de Córdoba fue la primera condena en el país por el delito de lavado vinculado al narcotráfico. La voluntad política determinará si la de Corrientes de este año fue la segunda. O la última. Córdoba y Santa Fe descabezaron sus cúpulas policiales viciadas al servicio de los narcos. La escalera está. Hasta ahora siempre se eligió, en vez de subir, sólo bajar.
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