Carlos Fuentes, una vida de pie
Los próximos días serán de Carlos Fuentes. No porque su obra y su palabra no hayan sido objeto en vida de innumerables reseñas, comentarios, críticas y homenajes, sino más bien porque nuestra cultura necrológica destinará ahora -para bien o para mal- grandes esfuerzos por retratar lo que parece que se escapa.
Pues bien, no hay nada que temer: la esencia de Carlos Fuentes permanece, y el tiempo y su erosión no la alterarán demasiado.
Es que enseguida se nos aparecen los muchos Fuentes: el escritor de ficción de prosa inimitable, el agudo analista político e histórico, el intelectual sesudo y a la vez llano, el disertante de voz clara y frases punzantes, el polemista de argumentos difícilmente rebatibles, el diplomático bien mexicano pero muy ciudadano del mundo, el demócrata incansable. Pero también el galante caballero, el políglota, el hidalgo impecable, el seductor, el cronista urbano, el bon vivant , el magistral contador de anécdotas y el pertinaz amante del cine.
Por esas cosas del destino y de los extraños privilegios de este oficio que tenemos los que trabajamos con libros y autores, pude escucharlo de cerca y compartir varios momentos con él, como hace tan sólo unos días cuando nos visitó por última vez.
Tal vez el recuerdo más vívido sea el de la tarde en que fuimos a buscar películas del viejo cine argentino -del que era fanático- a un local de la zona céntrica porteña de las antiguas distribuidoras cinematográficas. Allí dio muestra de un conocimiento increíble y detallista sobre actores, actrices, directores y films de las décadas del treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado, ante el asombro de los dueños del comercio en cuestión. Se llevó treinta y nueve (¡39!) películas, jurando y perjurando que encontraría el tiempo para verlas, aunque fuera por las noches. No creo que haya llegado a ver ninguna, pero ni falta que le hacía: Carlos Fuentes parecía recordar cada escena de aquellas películas de la época dorada del cine argentino. Y de todas las películas, y de todos los libros.
Su actitud ante la vida parecía siempre la de una insaciable avidez. Encaraba lo cotidiano con la misma disciplina con la que produjo su obra. Renacentista en su amplitud de miras, serio y comprometido hacia los temas que lo apasionaban, pero también dueño de un sentido del humor que siempre tenía a mano para escribir y para hablar. Y hasta para cantar: recuerdo haber escuchado hace un tiempo una grabación en la que leía fragmentos de uno de sus libros clave, La región más transparente , con cambios de registro, frases en francés y en inglés, poemas y algunos versos cantados? magníficamente.
También allí estará para siempre el fanático de "sus" ciudades: entre otras, México DF, que llamó alguna vez Make-sick-oh-seedy ; París, donde ejerció como embajador; Londres, ciudad en la que solía vivir durante meses porque "allí nadie te molesta y puedes leer y escribir tranquilo", y Buenos Aires, donde vivió un año cuando era un quinceañero y su familia viajaba detrás del destino diplomático de su padre.
La misma Buenos Aires que hace tan sólo un par de semanas volvió a enamorarlo ("¡Qué construcción más sólida la de esta ciudad!", decía) y la misma que volvió a recibirlo con un respeto y admiración reservados solamente a los grandes maestros.
En ese marco porteño disertó sobre la "gran novela latinoamericana", de pie como un muchacho ante un gran auditorio en la Feria del Libro. Y también de pie estuvo, un rato más tarde, firmando ejemplares y charlando con sus lectores durante dos horas en el stand de la editorial de toda su obra, Alfaguara.
Entonces, eso es lo mucho que queda: un legado vasto e inasible, todo el variado arco de sus pasiones, toda su obra, todo su pensamiento, todos sus libros.
Y los muchos Carlos Fuentes que andan sueltos aún por todos lados. Siempre de pie.
© La Nacion
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