Beckett, una poética de la intemperie
Por la cadencia que le imprime a cada frase, por sus movimientos precisos, por su voz que resuena como si Final de partida , el texto de Samuel Beckett, hubiese sido escrito para él, lo que realiza Alfredo Alcón en el escenario de la Sala Casacuberta del teatro San Martín es otra vez una labor memorable.
Como en Esperando a Godot o en Días felices , el mundo que describe Beckett es el de un canto en las postrimerías, el del aleteo de una mariposa después de cierta catástrofe, el de la soledad más esencial de criaturas abandonadas a su suerte en un universo asfixiante. Pero ese acercamiento a lo real es también una aproximación tan radical a lo poético que nos deja sin aliento.
Lo poético es lo inefable, esa alteración del orden lógico que ubica al ser humano al filo de lo trascendente, pero también al borde de la desnudez que provoca el encuentro con aquello que reconocemos como propio y extraño al mismo tiempo.
Hamm vive con Clov, su sirviente, y con sus padres, a quienes tiene sumergidos en sendos tachos de basura. Cada tanto pregunta si sus progenitores respiran. En más de una ocasión le pide a Clov que mire por su catalejo a través de las dos pequeñas ventanas que se encuentran en el escenario. "Te daré lo justo -le dice Hamm a Clov- para impedir que te mueras. Siempre padecerás hambre".
Como el Rey Lear de Shakespeare, Hamm es ciego. Pero Lear no actúa con maldad. Se equivoca por la soberbia que lo lleva a pretender que sus hijas improvisen un discurso amoroso sobre él. Y desprecia a Cordelia, que es la única que lo ama. Hamm, en cambio, hace del desamor un destino. "¡Cerdo! -le dice al padre-. ¿Por qué me engendraste?". Y más adelante le pregunta a Clov: "¿Has sentido alguna vez un momento de felicidad?". Y Clov responde: "Que yo sepa, no".
Toda obra de arte lleva las huellas de su época. Y cuando Final de partida se estrenó en Londres, en 1957, con dirección de Roger Blin, los ecos de la Segunda Guerra Mundial no se habían extinguido. Ni las altas cimas de la cultura europea, ni el lenguaje en su sentido más profundo habían servido para impedir el horror de los campos de concentración. El arte, entonces, buscó formas para expresarse que nada tenían que ver con los métodos convencionales. ¿Quién podía hablar seriamente de civilización después de las dos grandes contiendas del siglo XX?
Beckett, más que nadie en su siglo, percibió que el hombre y todos sus valores estaban a la intemperie. Y que la intemperie era lo real. Es más, lo real del lenguaje es lo que no puede expresarse, es decir, la desnudez de la palabra imposibilitada de dar cuenta de la realidad. Hamm sólo conserva un trapo sucio y maloliente. Si en El rey se muere , de Ionesco, el decorado va destruyéndose con el protagonista, en Final de partida ya no queda nada por derrumbarse. Los que están en pie no son más que despojos humanos, asaltados cada tanto por un recuerdo lejano: "Nosotros también éramos hermosos, en otro tiempo. Es raro que no se haya sido hermoso? en otro tiempo".
Como Hamlet, el propio Hamm intuye que el resto es silencio. Y es silencio, precisamente, porque el ser humano no puede dar cuenta de sus atrocidades. Ni aunque quisiera hacerlo podría encontrar las palabras para lograrlo. Existen verdades inaccesibles al lenguaje o al razonamiento deductivo. El teatro de Beckett es un ejemplo de esa premisa capital para entender el arte contemporáneo. Sus obras conforman lo que podría llamarse la poética del desamparo. Desde la boca que se agita expresando incoherencias en No yo hasta el dolor de un hombre que no reconoce su propia voz en La última cinta de Krapp , toda la obra de Beckett es un intento para dar cuenta del abismo. El abismo entendido como el deseo de los personajes por retornar a un hogar que han perdido. El hogar del lenguaje, quizá, o la añoranza de caricias dilapidadas a lo largo de la existencia.
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