Annie Ernaux, según pasan los años
Fue más por aburrimiento que por otra cosa que Georges Perec empezó a tomar las anotaciones breves que terminaron por conformar Je me souviens (Me acuerdo), ese librito memorioso de 1978 que con su telegrafía de frases mínimas le ganó de mano a todos los tuits que llegaron décadas después. No es autobiografía en sentido estricto, menos todavía una
confesión. Lo que le interesaba a Perec es –como lo llamó en otro lado– lo infraordinario. Su libro es un catálogo de recuerdos de baja intensidad que empiezan siempre igual. Por ejemplo, "Me acuerdo del payaso ruso Popov y del payaso suizo Grock". O: "Me acuerdo que a Stendhal le encantaban las espinacas". O incluso: "Me acuerdo del secuestro de Fangio (¿por los castristas?)".
Cada persona puede seguramente armar un inventario similar. Previsor, Perec dejó en su libro algunas páginas en blanco al final para que el lector garabateara sus propios recuerdos. Cito por simple curiosidad algunas líneas agregadas en mi ejemplar: "Me acuerdo que me perdí el gol que el holandés Nanninga hizo en la final de 1978 porque estaba yendo del dormitorio al living"; "Me acuerdo de la rugosidad de mi ejemplar infantil de Robinson Crusoe"; "Me acuerdo de la primera vez que tomé una cerveza de abadía".
Hay algo en el tono de Perec que, a pesar de su laconismo, corre el riesgo de la nostalgia. Todo eso está bien anclado en el pasado y solo se lo puede recuperar por la palabra, por ese mantra repetido: "Me acuerdo". La gran mayoría de esas evocaciones, sin embargo –esa es mi incomodidad al verlas por escrito–, incluso cuando aludan a otros sentidos, están compuestas de imágenes, imágenes que de alguna manera misteriosa nunca se fueron del todo, siguen a mano para ser recuperadas.
Quizá Annie Ernaux –de origen francés como Perec– sea quien mejor haya entendido entre los escritores hasta qué punto estamos compuestos por la suma de esos destellos de un instante. "Todas las imágenes desaparecerán", dice la primera línea de Les années (Los años), uno de sus libros más formidables, dando por hecho que eso es lo que nos llevaremos definitivamente con nosotros.
Hoy octogenaria, Ernaux construyó una literatura que tiene como objeto central su propia persona, aunque sin proponer el relato convencional de una vida. Una autobiografía impersonal, la llama. Su yo aparece difuminado, al punto que en Los años sigue el hilo de las épocas que le tocó atravesar, desde la posguerra hasta ya entrado este siglo (el libro salió en 2008), en tercera persona, con el asombro de quien se las ve con una desconocida de la que sabe todo, o casi. Ernaux, siguiendo la línea de Perec, va un poco más allá que él: las imágenes que vamos almacenando a lo largo de una vida son nuestra verdadera y definitiva intimidad.
Lo llamativo de esa fenomenología personal es que compone un álbum más arbitrario y casual de lo que se aventuraría, como puede probarlo cualquiera que haga el ejercicio. Hay imágenes de momentos capitales (se me ocurre una propia: la imagen de mi hijo recién nacido, todavía boca abajo, morado como una remolacha), pero están lejos de ser la mayoría. Abundan las instantáneas accesorias, que fijan alguna modesta conmoción personal (la marca letal que le dejó a una araña pollito la rueda del triciclo de mi hermano al pasarle por encima), pero el archivo mental desborda sobre todo de pequeñas representaciones sin consecuencia. ¿Por qué quedó grabada con tanta claridad el agua que chapoteaba contra un muelle del delta en aquel atardecer? ¿Estará señalando ese recuerdo algo más importante que se borró para siempre? Tiendo a creer que no, que lo infraordinario es lo más importante de todo.
No todas las imágenes son cien por ciento personales. Annie Ernaux, que proviene de un medio pobre, campesino, por completo diferente a la clase intelectual de la que después pasó a formar parte, no solo arrastra con ella imágenes de su propia experiencia, sino también muchas de las que circulaban en su grupo familiar. Esa correa de transmisión entre generaciones produce un efecto singular: hay imágenes que se recuerdan sin haber sido acuñadas por el que las recapitula.
¿Adónde irá a parar esa colección de imágenes intransmisibles? La respuesta se dio en la primera línea del libro, pero Ernaux se lo toma más con estoicismo que con melancolía. También nosotros somos para los otros imágenes. Cuando ya no estemos, dice, por mucho que la actual saturación de estampas digitales parezca resucitarnos por adelantado, "la lengua seguirá poniendo el mundo en palabras y en las conversaciones alrededor de una mesa de fiesta uno no será más que un nombre, que de a poco va perdiendo el rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una lejana generación". Así es como vienen fluyendo los años desde siempre.