Minutemen, o el sueño de Trump hecho realidad
El movimiento antiinmigrantes creado en 2004 muestra el rostro más alarmante del entusiasmo por el candidato republicano
El 11 de Septiembre de 2001, Jim Gilchrist se despertó alterado. Al abrir los ojos, escuchó a su mujer, Sandy, gritando enloquecida en la puerta de su habitación. Sin siquiera prender el velador de su mesa de luz, corrió el acolchado y bajó de su cama.
-Jim, Jim... ¡tenés que ver esto! -gritó la mujer.
-¿Qué pasa?-atinó a decir él, bostezando, mientras Sandy lo arrancaba del plácido sueño para llevarlo al comedor. Todavía en camiseta y calzoncillos, atravesó el pasillo y, al llegar al living, su mujer señaló la pantalla de la TV.
Jim colocó su mano izquierda en el hombro derecho de su mujer y apuntó su vista hacia el televisor. Fox News transmitía imágenes desoladoras. Dos aviones se habían estrellado en el World Trade Center de Nueva York. Miles de personas corrían de un sitio a otro. Unos cuantos miraban el cielo, presagiando un nuevo desastre, y otros buscaban a familiares y amigos entre los escombros.
El señor Gilchrist volteó su cabeza y miró uno de sus rifles de caza colgados en la pared. Repasó las fotos de su período como marine en la guerra de Vietnam y luego se acercó a la ventana. El paisaje de Estados Unidos ya no era el mismo.
-Te lo dije, Sandy -lanzó-. El gobierno federal no hace nada. Ni siquiera Bush, en quien tanto habíamos confiado.
Jim Gilchrist había advertido el caos hacía tiempo. Las fronteras de Estados Unidos no eran seguras.
-¿Cómo no van a bombardear el país los islámicos si no hacemos nada con nuestros vecinos de enfrente? -dijo.
Luego, se tendió en el sillón. Pasó unos minutos pensativo, mascullando inquietudes. Gilchrist sentía que su país, sus pertenencias y su identidad estaban en peligro. Supo que era el momento de actuar.
II
Durante más de diez años, el contador Jim Gilchrist había malgastado su tiempo. Desde su casa en Aliso Viejo, una localidad costera del condado de Orange, California, había emprendido una batalla cultural de resultados fallidos. Cada tarde, al volver de su oficina escribía extensas cartas a representantes políticos, congresistas e influyentes personajes del mundo cultural conservador. Pero, en aquellos años noventa, nadie estaba dispuesto a escuchar seriamente sus demandas.
Barbara Boxer y Dianne Feinstein, congresistas demócratas, no contestaban sus reclamos. Ambas, pensaba Gilchrist, estaban influenciadas por la maliciosa prensa de izquierdas. Pero mientras ellas consideraban a los mexicanos simples trabajadores pobres que cruzaban la frontera para encontrar un futuro mejor, él sabía que sólo se trataba de narcos y de delincuentes. Los suyos, sin embargo, tampoco hacían nada. Christopher Cox, miembro del staff de la Casa Blanca durante la administración de Reagan y republicano salvaje, sólo respondía sus misivas con vagas promesas.
Por eso, aquel 11 de septiembre de 2001 supo exactamente lo que debía hacer. Debía buscar aliados extremos. Eran los únicos dispuestos a luchar.
III
En octubre de 2004, el señor Gilchrist salió de su casa decidido a plantar cara a la ilegalidad. Junto con Chris Simcox, un maestro jardinero que en 2002 había llamado a los ciudadanos de Los Ángeles a armarse frente a la inmigración, había decidido lanzar el movimiento Minutemen. Iban a convertirse en el terror de los indocumentados.
Barbara Coe -fundadora de la Coalición Californiana para la Reforma de la Inmigración y autora intelectual de la Proposición 187 que prohibía a los inmigrantes ilegales el acceso a la salud y educación públicas- constituyó el brazo cultural de la propuesta. Y Tom Tancredo, ex miembro del equipo de Reagan y antiguo asesor del presidente George H. W. Bush, se mostró como el brazo político. El equipo, por fin, salió a la cancha.
Hombres y mujeres levantaban la bandera estadounidense como estandarte. Pedían cuidar al país de la invasión foránea y declaraban que no pagarían los impuestos para financiar a mexicanos ilegales. En el primer año, los simpatizantes se contaban por miles. Cualquiera podía ser un Minuteman: sólo debía dirigirse a zonas cercanas a la frontera, colocarse los binoculares y, al ver a un ilegal cruzar la frontera, llamar a la policía migratoria. A algunos se les solía olvidar el último paso. Sólo querían disparar.
IV
El 30 de mayo de 2009, Shawna Forde creyó que era el momento de demostrarles a los líderes del Minutemen que su patrulla era efectiva. Disfrazada de policía, tocó la puerta del tráiler en el que vivían Raúl y Gina Flores junto con su pequeña hija Brisenia. El hombre abrió y Shawna hizo un gesto a sus dos compañeros, Jason Bush y Albert Gaxiola. Bush levantó su revólver y apuntó a la cabeza de Flores. Forde estaba convencida de que eran mexicanos con droga y dinero y quería llevar el cargamento para formar su propia milicia Minutemen. Pero Raúl no era narco y tampoco era mexicano. Había nacido, al igual que su mujer y su hija, en Estados Unidos. Sin mediar palabra, Bush apretó el gatillo y mató a Flores. Brisenia preguntó porque hacían eso con su papá. La respuesta fueron dos tiros en su cara. La niña de nueve años murió en minutos.
V
Los casos de asesinatos y vejaciones se cuentan por decenas. Pero los Minutemen no se dan por vencidos. Divididos y disgregados por todo el territorio, han perdido el peso que un día tuvieron. Simcox, que intentó ser senador por el Partido Republicano, está preso desde 2012 acusado de abusar sexualmente de dos niñas de ocho y nueve años. Forde fue sentenciada a la pena de muerte por el asesinato de Raúl y Brisenia Flores y, aunque Gilchrist afirma que ya había sido expulsada del movimiento por inestable, muchos Minutemen se refieren a ella como una presa política.
Las patrullas ya no se ven asiduamente por Estados Unidos. La gente volvió a sus casas con la conciencia tranquila: en muchos casos consiguieron regulaciones más restrictivas para los inmigrantes ilegales. Pero algunos siguen allí. A lo lejos, allá en Arizona, los binoculares, las manifestaciones y las armas siguen apuntando al mismo lugar.
Gilchrist, sentado cómodamente en el sillón de su casa de Aliso Viejo, dice que los Minutemen no son racistas ni creen en la supremacía blanca: "Sólo luchamos contra la ilegalidad. De hecho, no tengo nada contra los mexicanos. Incluso tengo algunos familiares procedentes de México".
Hoy, este hombre de 69 años suele recordar con nostalgia aquel abril de 2005, en el que el movimiento, completamente unido, salió a patrullar por treinta días la frontera entre Arizona y México. Se emociona cuando evoca a Arnold Schwarzenegger, entonces gobernador de California, calificando a los milicianos como "patriotas de Estados Unidos" y cuando repasa su libro Minutemen: The Battle to Secure America's Borders.
No tuvo suerte en política -fracasó en las dos elecciones a las que se presentó con su discurso de reaganista pistolero- pero logró instalar su mensaje. No le importa lo que digan sus enemigos. Aunque Ray Ybarra, abogado de la Unión Americana por las Libertades Civiles, acuse a sus miembros de racistas, de aplicar arrestos ciudadanos contra trabajadores emigrantes y exhiba fotos de Minutemen con banderas del Ku Klux Klan, Gilchrist dice tener las cosas claras: "No podemos controlar a toda la gente que se suma al movimiento".
VI
El 16 de junio de 2015, Jim Gilchrist volvió a encender su televisor. Se sentó junto a su mujer y, sosteniendo su mano, le dijo: "Ahora vas a ver a un patriota". El hombre de pelo amostazado apareció en la TV. Se paró frente a un buen número de banderas estadounidenses y, balanceando los brazos, anunció: "Seré candidato a la presidencia de Estados Unidos". Donald Trump estaba exaltado. Gilchrist levantó su vaso de whisky al escuchar las palabras con las que siempre había soñado.
"Los mexicanos se están burlando de nuestra estupidez en las fronteras. No son nuestros amigos. Porque cuando México manda a su gente, no manda lo mejor. Está enviando a gente con un montón de problemas, aunque asumo que hay algunos que son buenos. Por eso construiré un gran muro en nuestra frontera sur y quiero que México lo pague", lanzó Trump.
El último Minuteman está contento. Cada noche, cuando mira las encuestas, se acuesta tranquilo. Sólo espera el momento en que el gobierno le permita disparar.