Minarquismo: una filosofía política fallida
En los últimos meses, y de manera tan inesperada como insólita, la filosofía política del “Estado mínimo” –a la que algunos denominan “minarquismo”– ingresó al debate público argentino. Digo que su aparición fue sorpresiva, dado que se trata de una filosofía política muy minoritaria, cultivada por grupos de elite que militan por sus ideas de una manera casi religiosa, como una secta. En todo caso, y como el valor de las ideas no depende del mayor o menor número de adherentes que obtenga, en lo que sigue voy a poner en discusión los núcleos argumentativos centrales de la filosofía libertaria. Anticipo mi conclusión: se trata de una filosofía política, en su superficie, sólida y bien articulada que, en la sustancia, se advierte inconsistente y por completo fallida.
Sobre los contenidos esenciales de esa filosofía destacaría, en primer lugar, su defensa de un “Estado mínimo” (en este sentido, se trata de una posición diferente de la negación total del Estado que sostienen autores “anarcocapitalistas” como Murray Rothbard y David Friedman). El Estado que se defiende desde esta postura es el que abandona todos los compromisos “welfaristas” propios del “Estado de bienestar” (salud, vivienda, etc.) para concentrarse en la provisión de “mínimos” considerados básicos: esencialmente, la defensa ante ataques externos y seguridad interior, junto a ciertas garantías arbitrales, destinadas a dotar de protección judicial a una lista de derechos básicos. La lista de derechos “libertaria”, cabe decirlo, orbita fundamentalmente en torno al derecho de propiedad y se concentra exclusivamente en la protección de libertades “negativas” (i.e., que no me roben o maten). Esa “lista” de derechos mínima conlleva un rechazo a los derechos económicos, sociales y culturales incorporados, por caso, a las Constituciones latinoamericanas en los últimos años. Tal rechazo es coherente con las permanentes diatribas del candidato libertario, quien considera la “justicia social” una mera “aberración”. Lo dicho explica, también, el encendido embate de este tipo de “libertarismo” contra el cobro de impuestos: los impuestos como “robo”. En este sentido, Robert Nozick (uno de los más célebres defensores del “Estado mínimo”, junto con Ayn Rand) consideró el cobro de impuestos destinados a sostener el Estado de bienestar una forma moderna de la “esclavitud” (ello, dado que implican forzar a las personas a trabajar para el bienestar de otros).
Excusándome por la dificultad de resumir en pocos párrafos una discusión que involucra décadas, miles de páginas y decenas de autores, paso a mencionar algunas de las principales “fallas” de esta filosofía. Para comenzar, el “minarquismo” muestra una inconsistencia seria en su postura sobre el Estado. Y es que las principales razones que alega para rechazar al “Estado de bienestar” (su “captura” por grupos de interés; el reparto de “privilegios” hacia los propios; la comisión de “abusos” sobre el resto, etc.) en absoluto se disipan con su defensa del “Estado mínimo”. Muchísimo menos si ese “mínimo” incluye… al monopolio de la violencia –ejército, policías, etc.– (como sabemos, en países como los nuestros, las fuerzas de seguridad han sido fuente principal de abusos y reparto indebido de privilegios). Peor todavía: si consideramos que la seguridad y la justicia deben asegurarse para todos –y no solo para los ricos– entonces… otra vez tenemos que recurrir a los impuestos –que eran un “robo”– para favorecer a los más desaventajados, es decir, otra vez el “trabajo forzado” y la “esclavitud”. ¿Tal vez, entonces, todo se trate de un poquito menos de robo, o formas menos groseras de esclavitud?
Otro problema serio, del que aquí no me ocuparé, tiene que ver con la defensa exclusiva de libertades “negativas”. Por un lado, esa defensa ignora que los derechos pueden violarse (no solo por acciones, como “matar”, sino) también por omisiones (cuando no me dan lo que me corresponde). Por otro, así se deja a las personas a la merced de su mala suerte (i.e., acceso a peor salud o educación por la desgracia de haber nacido en un barrio pobre).
Las dificultades que enfrenta esta filosofía son tan severas que alcanzan aún –si no especialmente– a su núcleo más duro: el derecho de propiedad. En tal sentido, en su gran libro Anarquía, Estado y utopía, Nozick procuró dotar de una fundamentación más sólida a ese derecho, considerando que la defensa original ofrecida por John Locke (el “padre” de la propiedad privada) era entre torpe y ridícula. Sintéticamente: Locke consideraba que la apropiación privada se justificaba, en la medida en que alguien (“dueño de sí mismo”) “mezclaba” algo propio (i.e., su trabajo) con algo que no era de nadie (i.e., un trozo de tierra). Ello, en la medida en que quedara “tanto y tan bueno para los demás” (este último es el famoso “proviso” lockeano). Según Nozick, la idea lockeana de la “mezcla” era ridícula (“si arrojo al mar una lata de tomates que me pertenece, no me apropio del mar, sino que pierdo mis tomates”, se burlaba Nozick). Para él, lo valioso de la teoría de Locke residía en el descuidado “proviso” (que quede “tanto y tan bueno para los demás”). Nozick propuso, sin embargo, modificar ese “proviso” para dotarlo de sentido real. De lo contrario –decía–, cuando ya no queda “tanto y tan bueno para los demás”, todas las apropiaciones previas resultarían invalidadas. Propuso entonces considerar legítimas las apropiaciones, en tanto ellas “no empeoraran la situación de los demás” (por ejemplo, cuando cerco un terreno, armo una huerta y “doy” trabajo a los vecinos).
Adviértase el peso de lo dicho: Nozick –el principal teórico del libertarismo– consideró que la más importante de las defensas de la propiedad privada (y el capitalismo) producidas hasta hoy –la de Locke– era, en esencia, ridícula e insostenible, y propuso reemplazarla por otra. Un emprendimiento genial, si se coronaba con éxito. Desafortunadamente, la propuesta de Nozick resultó literalmente deshecha por las críticas recibidas, en particular, por las que le formuló el filósofo marxista Gerald Cohen, en un libro que le dedicó al libertario. De las decenas de críticas de Cohen, cito solo algunas: primero, el punto de partida que dice que el mundo exterior (i.e., la tierra) “en principio, no pertenece a nadie” es por completo arbitrario (¿por qué no asumir que “pertenece a todos”?). Segundo, la idea de “no perjudico a otro” es, en todos los casos, absolutamente polémica (¿es que no perjudico a mi vecino si cerco la tierra que antes no tenía dueño?, ¿lo beneficio cuando ahora mi vecino pasa a trabajar bajo mis órdenes?, ¿por qué validar idea de “el primero que llega primero se sirve”? etc., etc.).
Y, sobre todo: cómo pensar las “apropiaciones” e “intercambios” en un mundo como el nuestro, en donde el punto de partida (qué cosa pertenece a quién) está tan marcado por arrebatos, muertes y robos injustificados (i.e., “la conquista del oeste” en los EE.UU.; aquí, la Conquista del Desierto). El problema es de tal envergadura que Nozick –por honestidad intelectual– incorporó a su teoría un “principio de rectificación”. En sus palabras, su teoría tendría sentido, en un mundo tan injusto como el actual, solo si primero “barajamos de nuevo, volviendo todo a cero”. Es decir: nunca.
En resumen, el “minarquismo” es una teoría tan atractiva en su capacidad de ofrecer respuestas contundentes frente a todos los problemas como reconocidamente fallida, en razón de sus ostensibles fragilidades e inconsistencias. Se trata, en definitiva, de una filosofía política grandilocuente sostenida sobre pilares de arena.ß