
¿Mileísmo japonés? Más para aprender que para enseñar
La sociedad japonesa hace del respeto y la convivencia armónica valores fundamentales: nada contrasta más con la estridencia y arrogancia libertarias, y la agresividad y soberbia kirchneristas
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No hace falta viajar tan lejos, por supuesto. Pero si se le presta atención a un módico acto mileísta que se hizo a casi veinte mil kilómetros de distancia, en Tokio, se podrán observar algunos rasgos de la militancia libertaria que a esta altura no sorprenden demasiado, pero que tal vez expliquen, en alguna medida, la deriva oficialista de las últimas semanas.
Los detalles fueron publicados hace pocos días en una crónica de Daniel Gigena en LA NACION: la biografía “oficial” de Javier Milei, escrita por Nicolás Márquez y Marcelo Duclos, fue traducida al japonés y presentada por los autores en la mítica capital de ese país asiático. El título con el que se tradujo el libro ya resulta revelador: “Milei… el presidente argentino que cambió el mundo”. ¿No será demasiado? Pero el entusiasmo de un puñado de asistentes llevó a Duclos, además, a una definición muy sintomática: “Ya se puede hablar de un mileísmo japonés”, dijo, rotundo, al ser consultado por LA NACION. Todo remite a una tendencia oficialista a la megalomanía, la hipérbole y la exageración. Pero revela algo más: la actitud de acercarse al mundo con la petulancia del que cree que tiene mucho para enseñar y no algo para aprender.
Además de la extravagancia conceptual, la idea de “mileísmo japonés” encierra una profunda contradicción. Basta caminar por ciudades como Tokio, Osaka, Kioto o Hiroshima con el ojo y el oído atentos del viajero para advertir rasgos culturales completamente reñidos con la agresividad y la prepotencia que se han naturalizado en la vida pública argentina. La japonesa es una sociedad que hace del respeto y de la convivencia armónica valores fundamentales: nada contrasta más con la estridencia y la arrogancia que exhibe la militancia libertaria, en espejo con los rasgos de agresividad, de dogmatismo y de soberbia que caracterizan al kirchnerismo.
Para el oficialismo, acercarse a Japón con vocación de aprendizaje podría ser una experiencia transformadora. Es un país que, después de haber sufrido los horrores de la guerra, cultiva el pacifismo en todas sus dimensiones. Se nota en las calles, donde el respeto, la subordinación a la norma, la humildad y la actitud servicial se observan a simple vista. Las propias formas del saludo dan cuenta de esa cultura: los japoneses no se dan la mano, sino que se saludan con una reverencia. Es una gestualidad que expresa la consideración por el otro, al que se trata siempre con delicadeza y con cuidado, tanto en la dialéctica como en las formas corporales. Encontrar a un japonés que grite es tan exótico y difícil como toparse con un elefante en el tren. Tal vez un dato resulte ilustrativo: durante las manifestaciones y protestas callejeras la policía circula con vehículos equipados con sonómetros y vigila que los megáfonos no superen, en ningún caso, los niveles de ruidos permitidos en cada zona.
La japonesa es una sociedad metódica, donde a las ceremonias y a las formas se les atribuye un valor supremo. La descortesía se considera una falta grave; no porque sean anticuados ni artificiosos, sino porque entienden que en el modo de tratarse reside una viga fundamental del sistema de convivencia. Es una sociedad moderna y cosmopolita, pero con un fuerte sentido de la tradición y del legado. El Japón del siglo XXI se siente heredero y continuador de una cultura milenaria. Nada más alejado de los alardes refundacionales y del rupturismo altisonante que caracterizan a la política argentina.

Japón venera a los ancestros y tiene por los mayores, tanto en las familias como en la vida pública, un respeto reverencial. Llamarlos “viejos meados” sería una transgresión ética incalificable, no solo por la insolencia y la falta de respeto, sino porque implicaría desaprovechar un enorme capital de experiencia y una mirada que siempre puede ser enriquecedora.
No es, por supuesto, una sociedad perfecta. Lidian con serios problemas derivados de una cultura laboral ultraexigente y competitiva. Y aunque es una sólida democracia parlamentaria, rige un virtual sistema de partido único con componente religioso. La extraña figura del emperador, limitada a meros ritos protocolares, remite a estructuras institucionales que suenan anquilosadas para el republicanismo moderno. Enfrentan, además, el complejo desafío de una de las tasas de natalidad más bajas del mudo, lo que representa una amenaza en términos demográficos, y un índice de suicidios que, aunque se ha moderado en los últimos años, figura entre los más elevados de la escala internacional. Industrias como la de la construcción no encuentran mano de obra: los puestos de trabajo son casi íntegramente ocupados por inmigrantes chinos, vietnamitas o nepalíes. Las ciudades son seguras, con bajísimos índices delictivos, pero varias compañías ferroviarias y algunas líneas de metro tuvieron que incorporar en horas pico vagones exclusivos para mujeres por una ola de quejas y denuncias por acosos y manoseos. Aunque la violencia política no existe y tienen una tasa ínfima de homicidios (0,2 cada 100 mil habitantes, contra 4,3 de la Argentina y 6,3 en EE.UU.), en 2022 el país se conmocionó con el asesinato del ex primer ministro Shinzo Abe, cometido por un atacante solitario en medio de un acto de campaña.
Pero si hay algo que caracteriza a Japón, además de la estabilidad y el desarrollo económicos, es un modelo de convivencia armónico y civilizado, junto a un arraigado sentido del orden. El apego a las normas cívicas se inculca en las escuelas desde edades muy tempranas. No se trata solo de costumbres sino de valores: en el mundial de Qatar, los simpatizantes japoneses sorprendieron al mundo cuando, después de cada partido, se quedaban en las tribunas recogiendo la basura. Más que un hábito, es la expresión de una cultura que cree que el orden, la higiene y el respeto deben construirse y garantizarse entre todos. Hay que ver los baños públicos de Tokio (retratados en Días perfectos, una película genial dirigida por Wim Wenders) para tener la prueba de una sociedad que se cuida y se respeta a sí misma y que rinde culto a la convivencia.

Los japoneses tienen una filosofía que impregna tanto la política como la actividad social y laboral: se define como gaman, y alude a una actitud de paciencia, tolerancia y dignidad frente a los avatares y adversidades de la vida. Es algo que proviene del budismo zen, una de las religiones más gravitantes en Japón junto con el sintoísmo, un culto animista y politeísta que adora a los animales y a los espíritus de la naturaleza. No son abstracciones ni meras categorías religiosas: el gaman se percibe al subir a un colectivo, donde el chofer es capaz de desplegar una infinita paciencia frente a un turista que no habla japonés y no sabe cómo pagar sin tener “la SUBE” del lugar. Se lo advierte también en cualquier espacio de alta concentración de público, donde nadie atropella y todo fluye en una especie de simetría sincronizada. Es una cultura que pone la armonía por encima del conflicto y el diálogo por encima de la confrontación. Eso les ha permitido levantarse tras los estragos de la guerra y la devastación de los terremotos.
¿Cuánto ganarían la política y la sociedad argentinas con una cuota de gaman? Representa la contracara exacta de la impulsividad, la beligerancia y la acción directa que hemos visto estas semanas en el Congreso y en las calles. Es lo opuesto a una cultura política que se regodea en la vulgaridad y que ve la mesura, la reflexión y las formas como si fueran “vicios de casta”. Es lo contrario a un oficialismo que reivindica la idea de acelerar en las curvas, y que últimamente ha dado muestras de cierta resistencia, también, a parar en los semáforos.

Es cierto: puede parecer una ingenuidad la idea de aplicar un “manual japonés” en un país sometido al apriete y la extorsión de grupos violentos y facciones políticas que apuestan al caos y la inestabilidad. Pero el poder siempre tiene la opción de fogonear la crispación o bajar los decibeles, de exhibir humildad o desplegar arrogancia, de fomentar el diálogo o de dinamitar los puentes. No se trata de copiar a otros sino de mirar al mundo y leer la historia con vocación de aprendizaje, alejándose de la soberbia siempre peligrosa de los que se creen iluminados.
Más que exportar el mileísmo a Japón, como propone uno de los biógrafos presidenciales, tal vez valga la pena importar algunos valores de la cultura japonesa, que van mucho más allá del manga y el animé. Imaginemos un gobierno que, además de bajar la inflación, reinstalar una idea de orden público, sanear las cuentas fiscales, desmantelar la telaraña regulatoria y racionalizar la estructura estatal, incorpore el arte de la tolerancia, exhiba templanza y paciencia en la acción política y gubernamental, se subordine a las normas y a las reglas institucionales y cultive el respeto en la convivencia. El “mileísmo japonés” tal vez sea un lugar a donde ir. No queda demasiado lejos. Para llegar hay que moderar el lenguaje, desacelerar en las curvas y parar en los semáforos. Solo se necesita un baño de republicanismo y de humildad.

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