Milei volvió al colegio con el discurso equivocado
¿Por qué le cuesta tanto a la política concebir la escuela como un espacio plural, heterogéneo, no partidizado ni abrazado a ideas o concepciones sectoriales?
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Sentémonos, por un momento, en la sobremesa de una familia con hijos adolescentes. Imaginemos a la madre y al padre hablándoles de la importancia de respetar a los otros, aunque piensen diferente; de la necesidad de ser cuidadosos con el lenguaje, que es un arma que hay que aprender a usar con responsabilidad y con prudencia; de no caer en la vulgaridad ni en la descalificación para expresar ideas o marcar discrepancias; de ser educados y corteses con los docentes, aunque puedan estar equivocados, y de ser empáticos con los demás en cualquier situación, sobre todo si necesitan ayuda. Aunque la escena parezca fuera de época, esa sobremesa es más real de lo que podría suponerse.
Imaginemos ahora a esos mismos padres si ven que, al día siguiente, el Presidente se para frente a sus hijos y les dice que casi todos los líderes internacionales “son unos zurditos”, que los políticos “son todos unos inmorales” y que los que han apoyado la ley del aborto, “son los asesinos de pañuelos verdes”. Imaginemos que ven a la máxima autoridad del país reaccionar casi con sorna frente a dos chicos que se desmayan a su lado y que después lo escuchan zamarrear a una maestra de la escuela, “la señorita Teresa”, a la que califica de “mentirosa” y “farsante” por haber hecho un comentario al pasar. No es difícil imaginar la desazón de esos padres, que tal vez sientan que sus esfuerzos por transmitir algunos valores básicos son boicoteados, una vez más, desde la cima del poder. Aun cuando puedan estar de acuerdo con la orientación de esas ideas, la manera de expresarlas probablemente los incomode.
Tal vez no les sirva de consuelo, pero esa familia ya había visto lo mismo muchas veces, con un sesgo ideológico contrario, durante los años del kirchnerismo, cuando se hizo habitual que en las escuelas públicas descalificaran y estigmatizaran a los pañuelos celestes, mientras los presidentes, gobernadores e intendentes de turno adoctrinaban a los chicos sobre “la recuperación del Estado” e imponían en algunos colegios el nombre de Néstor Kirchner, como hicieron con el comedor del Nacional de La Plata. Aquellos padres seguramente recuerdan cuando Jorge Ferraresi, al asumir como intendente de Avellaneda, se hizo tomar juramento por chicos de escuelas municipales: “Por Perón, Néstor y la demostrada lealtad a Cristina Kirchner”, le hicieron recitar a un alumno de primaria. Y en estos mismos días de marzo escucharon la arenga política del gobernador Kicillof ante chicos de un jardín de infantes al inaugurar el ciclo lectivo en Florencio Varela. La pregunta que tal vez se hagan entonces muchos padres remite a una cuestión de fondo: ¿por qué le cuesta tanto a la política concebir a la escuela como un espacio plural, heterogéneo, no partidizado ni abrazado a ideas o concepciones sectoriales?
El Presidente tuvo una buena idea, que fue volver a su colegio, recordar a sus maestros y hablarles a los chicos que hoy se sientan en las mismas aulas en las que él se formó hace cuarenta años. Su mensaje en el Cardenal Copello tuvo algunos párrafos bien inspirados: subrayó el valor del mérito, la importancia de cultivar el espíritu crítico y de leer “las dos mitades de la biblioteca”; destacó a los profesores que transmiten valores y hasta tuvo el acierto de recomendarles a los estudiantes la lectura de un célebre discurso de Steve Jobs en la Universidad de Stanford, donde el creador de Apple les habló a los graduados sobre los misteriosos caminos en los que se forja el destino. Sin embargo, al Presidente lo ganó después la lógica binaria y hasta el trazo grueso del discurso panfletario. Ensució su propio mensaje con una fuerte bajada de línea y hasta terminó sugiriéndoles a los alumnos que vieran una “película” propagandística en la que se relata su llegada al poder. Fue un político hablándoles a adolescentes de las minucias políticas, de sus reproches a los adversarios y de las “genialidades” de sí mismo, cuando podría haber sido un estadista hablándoles de futuro, de convivencia, del legado y también de las frustraciones de las generaciones que los anteceden. Usó el atril para acusar a una profesora de la Universidad de Belgrano por una supuesta persecución a un joven asesor suyo. Levantó el dedo y reclamó “tomar medidas” en lugar de hacer un llamado a la pluralidad en las aulas, al debate constructivo, al respeto de todas las personas, tengan las ideas que tengan.
En la Argentina todo pasa a una velocidad vertiginosa, y ese discurso de hace apenas siete días ya parece un material de archivo. Sin embargo, tal vez sea necesario rebobinar y verlo en cámara lenta, porque el mensaje mete una cuña en el diálogo entre padres e hijos y porque, además, refleja el modo en el que el nuevo poder les habla a los jóvenes, ya no en el contexto de una campaña electoral, sino desde la institucionalidad que implica el ejercicio del poder. ¿Los convoca al esfuerzo, a la ilusión y a la convivencia, o los incita al fanatismo, a las visiones antagónicas y a las lecturas maniqueas? ¿Busca abrirles una ventana a la complejidad de las cosas o intenta “venderles” ideas simplonas y una colección de eslóganes? ¿Se conforma con representar su enojo y su desesperanza o los ayuda a gestar una idea de futuro? ¿Fomenta la interrogación y la duda o trata de reforzar prejuicios y “verdades absolutas”? ¿Intenta, en definitiva, oxigenar el aire viciado de la escuela militante que moldeó el kirchnerismo o propone reemplazar una hegemonía discursiva por otra?
El Presidente se jactó de no haber escrito su discurso, sino de tener solo un borrador como ayudamemoria. También se burló de “los someliers de las formas”, para permitirse un lenguaje condescendiente y por momentos vulgar. Pasó por alto, sin embargo, que tanto las palabras como las formas son absolutamente esenciales en el ámbito escolar. Es cierto que se fomenta una llamativa flexibilización de los modales, al extremo de que los tres alumnos que le pudieron hacer preguntas al Presidente se permitieron tutearlo. Ningún profesor, evidentemente, les había sugerido el trato de usted que sin duda hubiera correspondido frente al primer mandatario. “Tutéenme”, les decía Alberto Fernández, en un alarde de demagogia, a alumnos del Nacional de Buenos Aires que lo entrevistaban en Olivos. Algunos presidentes parecen perder de vista que, al asumir un cargo representativo, dejan de ser ellos mismos para ejercer una investidura. El que hablaba la semana pasada ante los alumnos del Cardenal Copello no era un ciudadano común ni tampoco un exalumno: era el presidente de la Nación. Y era un presidente que daba su primer discurso en un colegio y que, por primera vez, se dirigía directamente a jóvenes a los que les tocará vivir, trabajar y desarrollarse en la Argentina que intenta construir su gobierno. Era, por eso, un mensaje casi tan importante como el que el jefe del Estado había pronunciado unos días antes frente a la Asamblea Legislativa. No cabía la improvisación, mucho menos la chabacanería en la que cayó al aludir a los atributos del burro.
La filóloga española Irene Vallejo cuenta en un libro maravilloso (El infinito en un junco) que los escritores de los discursos presidenciales de Obama, y antes de John F. Kennedy, se inspiraban en las palabras que probablemente enhebrara Aspasia, la mujer de Pericles, a la que se cree autora en las sombras de grandes discursos en la Grecia antigua. No se les exige tanto a los asesores del presidente argentino, pero sí un texto elaborado, prudente, mesurado y cuidadoso. Los discursos pronunciados por un jefe de Estado en ámbitos académicos o institucionales deberían tener una ambición histórica, contribuir a la calidad del debate público y rescatar ideas y valores que marquen el pulso de una época. Deberían tener, en definitiva, altura y densidad conceptual. Deberían ayudar a los docentes y a los padres, en lugar de desautorizar sus esfuerzos y complicar su tarea.
¿Cómo harán los profesores de Instrucción Cívica o de Introducción a la Economía para explicar la naturaleza de los sistemas tributarios después de que los alumnos lo escucharon al Presidente decir que “todo impuesto es un robo”? El desafío tampoco será fácil para el profesor de Lógica, a quien tal vez le pregunten por qué el Presidente equiparó todo gravamen con un delito mientras impulsa, al mismo tiempo, la restitución de Ganancias. O por qué afirma que “el Estado es una asociación criminal” mientras ejerce como jefe del Estado o envía a las fuerzas de seguridad a jugarse la vida en Rosario frente a las mafias del narcotráfico. Son los riesgos de hablar con eslóganes frente a un auditorio escolar.
“El Presidente fue auténtico, él es así”, justifican sus asesores, y así es como millones de jóvenes se identifican con él. Tal vez tengan razón. Pero la autenticidad, sin embargo, no es necesariamente un mérito y hasta puede ser una coartada para justificar el desubique. El mérito, en todo caso, consiste en actuar como se debe de acuerdo con el ámbito y el papel que a cada uno le toque representar.
Imaginemos al Presidente diciéndoles a los alumnos: “Hoy no vengo a hablarles de política; tampoco vengo a hablarles de mí. Vengo a hablarles de un sueño que compartimos: el sueño de construir entre todos una Argentina de la que ustedes, pero también sus hijos y sus nietos, puedan sentirse orgullosos. Esa Argentina se construye con respeto, con esfuerzo, con decencia y con educación. Se construye con la cabeza, pero también con el corazón abierto. La educación es la herramienta que los hará mejores. Pero también quiero recordarles que cada dificultad es una oportunidad para crecer, aprender y fortalecerse. No teman al fracaso, porque es parte del camino. Cultiven sus talentos y descubran sus pasiones. Aprovechen el conocimiento y la experiencia de sus profesores. Sean curiosos, cuestionen el statu quo y busquen siempre la verdad. Comprométanse con su educación, persigan sus sueños con valentía y nunca pierdan de vista el poder transformador que ustedes tienen para hacer del mundo un lugar mejor”.
Tal vez muchos padres se hubieran sentido más acompañados con ese mensaje de mayor amplitud y de mayor altura, tal vez algo previsible, pero esencialmente adecuado. No era tan difícil: solo había que pedírselo al ChatGPT: “escriba un discurso presidencial para leer frente a estudiantes de un colegio secundario”. El párrafo anterior fue escrito por la inteligencia artificial. Con su ayuda, y en apenas cuarenta segundos, tal vez podamos ahorrarnos futuros derrapes y, de paso, los sueldos de varios asesores.