Milei, un producto del kirchnerismo
¿No habremos subestimado el sentimiento de enojo y de hartazgo que anida en buena parte de la sociedad?
- 8 minutos de lectura'
¿Por qué nos sorprendió tanto el triunfo de Milei? Es cierto: no lo anticipaban las encuestas, no lo anunciaban los resultados de las 18 elecciones provinciales que ya se habían realizado, no era lógico si se medían las chances en términos de estructura y de “aparato”, o con categorías convencionales de comportamiento electoral. Sin embargo, con el diario del lunes sobre la mesa, hay que admitir que tal vez no vimos algo que, en realidad, teníamos delante de las narices. ¿Debe sorprendernos que un país atravesado por la frustración, por una suma de desilusiones y por un clima de desesperanza intente una huida hacia lo desconocido? ¿No habremos subestimado el sentimiento de enojo y hartazgo que anida en buena parte de la sociedad? El resultado de las PASO nos obliga a un ejercicio de humildad y de serena interrogación para tratar de entender. Las urnas trazaron un mapa del ánimo colectivo, e interpretarlo será una tarea compleja, de largo aliento, pero imprescindible para descifrar los contornos de nuestra realidad.
Tal vez por su pose y su estética transgresora, más que por su adhesión a la lejana “escuela de Austria” o su batalla ideológica contra el legado de Keynes, Milei logró representar una rebeldía contra el statu quo. Se plantó como el enemigo de “la casta”, que engloba a una difusa galaxia de políticos, dirigentes y “militantes vip” a los que asocia con privilegios y corrupción. Propuso algo así como “patear el hormiguero”. Y en ese punto parece haber interpretado creencias y demandas cada vez más afirmadas en un sector de la sociedad. Milei es el resultado de una Argentina que generó más pobreza y más desigualdad. También es la consecuencia de un poder encapsulado en sus propios dogmas y coartadas ideológicas, y es la derivación natural de una idea “Estadocéntrica” que, con la retórica hueca del “Estado presente”, destruyó la escuela, la seguridad y la salud públicas.
Para entender el fenómeno Milei hay que sentarse a escuchar, con tiempo y sin prejuicios, a hombres, mujeres, padres e hijos de la Argentina real. Se escucharán testimonios de desamparo y falta de expectativas. Se escucharán angustias y preocupaciones que no aparecen, sin embargo, en los discursos de la política. Se escucharán voces entrecortadas por el miedo. Se escucharán sentimientos de soledad y de abandono. Se percibirá, también, una sensación de injusticia en muchos que todavía apuestan al trabajo pero que ven, alrededor, que es más “negocio” vivir de planes sociales que madrugar todos los días. Son los mismos que habitan barrios donde el narco tiene mayor protección que el “laburante de a pie”.
Las cifras de pobreza e indigencia no son una mera estadística: son el reflejo de millones de familias que no tienen nada que perder y que, “perdido por perdido”, tal vez crean que Milei puede ser una salida o al menos un experimento diferente. Cuando escuchan que esa opción puede ser “peligrosa” y provocar algo peor, miran a su alrededor y responden con signos de interrogación: “¿peor que esto?”. Cuando intentan asustarlos con la idea de que les van a quitar “derechos” se preguntan: “¿qué derechos?”. ¿Quién le podría quitar algo más al trabajador informal que vive de changas “en negro”, o al que pasa diez horas como repartidor arriba de una bicicleta? Le hablan de una universidad “gratuita” a la que sabe que sus hijos no van a llegar, de beneficios con Cuenta DNI, cuando vive en efectivo y sin acceso al sistema bancario, y de las delicias del Previaje, cuando apenas llega a la mitad del mes. El poder ha creído que podía comprar a esos sectores con juguetes y bicicletas, ofreciéndoles supervivencia a cambio de futuro y migajas a cambio de votos.
Pero el triunfo del libertario en las PASO no se explica solo por el voto de los sectores más vulnerables. Cosechó una adhesión policlasista, con un fuerte aporte de los jóvenes, muchos de clase media acomodada. Es una franja que vive una realidad muy diferente, pero que ve el futuro con pesimismo. Los atraviesa una desesperanza que acaso sea precoz, pero que los lleva a pensar que la salida está fuera del país. No ven posibilidades de progreso y creen que les será casi imposible no ya comprar una vivienda, sino alquilarla.
En la búsqueda de claves de esta elección quizás haya que mirar la ley de alquileres como algo más que un desafortunado trámite legislativo. Aprobada en 2019 sin un solo voto en contra, mostró la desconexión de las fuerzas políticas con la sociedad. Se pusieron todos de acuerdo en sancionar una norma que ha tenido la extraña virtud de complicarles la vida tanto a propietarios como a inquilinos. Y cuando el desastre se hizo evidente, no han tenido la capacidad de ponerse de acuerdo para repararlo. Es el retrato de una fractura muy profunda entre representantes y representados que ha metido una cuña traumática nada menos que en el tema de la vivienda.
Hay al menos dos generaciones que no saben lo que es el crédito y que, por lo tanto, no pueden proyectar a largo plazo. Por eso muchos hijos hoy les dicen a sus padres: “Votando como ustedes, estamos como estamos. Vamos a probar algo distinto”, aunque “lo distinto” conduzca a un territorio imprevisible y bordee por momentos la irracionalidad.
Cuando los analistas ponen la lupa sobre el electorado de Milei encuentran una foto poblada de carencias: o les falta todo o al menos les faltan ilusiones y esperanzas. Porque están sumergidos, o porque todavía son muy jóvenes, sienten que no arriesgan demasiado al probar lo desconocido. Saben que lo poco que tienen no es gracias a los gobiernos, sino a pesar de ellos. Culpan a la política de mucho de lo que les falta: desde oportunidades hasta expectativas. Y votan a alguien que, paradójicamente, no ofrece ningún beneficio desde el Estado que aspira a gobernar, sino más bien lo contrario: Milei promete “motosierra”, recortes, ajustes y desmantelamientos en toda la burocracia pública. Los que tocaron fondo, los que viven de su esfuerzo y ven que el Estado les saca pero no les da (ni seguridad, ni salud, ni educación de calidad), y los que sienten que su generación no tiene las oportunidades ni posibilidades que tuvo la de sus padres perciben en esas “mutilaciones” un acto de justicia. Intuyen que ese Estado gigantesco e ineficaz, lleno de “cuevas” y privilegios, es una de las causas de que ellos estén como están.
Con la exaltación de la “libertad”, Milei parece haber conectado también con una fibra sensible de las nuevas generaciones. En un país que ha multiplicado los cepos, que mantuvo cerradas las escuelas y universidades durante dos años (no con pesar, sino con fervor militante), que obliga a cualquier emprendedor a enredarse en una telaraña de regulaciones y que manda a la “policía fiscal” a hurgar en las cuentas de cualquiera que haya recibido un dólar por servicios de teletrabajo o por empleos temporarios en el exterior, la bandera de “la libertad” seduce y representa a los jóvenes, mucho más que las nociones de “patria” o de “república”, que tal vez movilizaron a sus abuelos o sus padres.
El grito libertario quizás exprese también el hartazgo que han provocado cierta tiranía de la corrección política y esa suerte de “policía del pensamiento” desplegada desde el poder. El voto a Milei representa un acto de rebeldía frente a la tilinguería pseudoprogresista, aunque implique, a la vez, el riesgo de una sobreactuación caricaturesca en sentido contrario. La desnaturalización del feminismo hasta convertirlo en un movimiento radical y autoritario, la malversación sectaria de los derechos humanos, la impostura del “lenguaje inclusivo” y la arrogancia “pseudoprogre” que tan bien encarna la vocera del Gobierno forman parte de un combo que ha incubado el cimbronazo electoral del domingo pasado. La cooptación militante de organismos como el Incaa o el Conicet ha llevado a que la idea extrema de dinamitarlos (en lugar de devolverles su esencia y su calidad) a muchos no les mueva un pelo y hasta les pueda parecer justa.
La dolarización, desde una perspectiva técnica, tal vez sea una propuesta lunática e impracticable, pero remite, al menos en la imaginación, a una idea de solidez y estabilidad que la Argentina ha extraviado. Es un concepto que, en su simplismo extremo, conecta con una imperiosa necesidad de recuperar el valor de la moneda y tiene la resonancia de “un plan”. Todo eso frente a un oficialismo que llegó a jactarse de no tener un plan económico y que creyó que “un poco de inflación no es malo”.
El voto a Milei es un grito de insatisfacción, de angustia y de hartazgo. ¿Debería sorprendernos que un tercio del electorado expresara esa frustración en las urnas? Es un viaje a lo desconocido, incentivado tal vez por espejismos y propuestas extravagantes. Entraña los riesgos de las recetas mágicas y de los liderazgos mesiánicos y estrafalarios, que nunca han conducido a nada bueno. Supone, también, el peligro de los movimientos pendulares, que nos llevan de un extremo al otro. Pero es un voto engendrado por el poder. Milei es el producto de 20 años de kirchnerismo, y su caudal electoral se explica por el fracaso de un populismo autoritario y de una oposición que no ha podido todavía reencarnar una esperanza. Tratar de entender, sin enojo ni simplificaciones, tal vez sea un punto de partida para construir una oportunidad, no un salto al vacío. Nos queda, mientras tanto, la tranquilidad de que “el estallido” haya sido a través del voto.