Milei traba la construcción de consenso por su forma de comprender la política
Analizando lo que viene ocurriendo con la ley ómnibus y el DNU es difícil entender la desconfianza que el Presidente tiene respecto de quienes expresaron su vocación por cooperar para asegurar la gobernabilidad
- 6 minutos de lectura'
“Entonces, el Gobierno pacta con peronistas y se enfrenta con dialoguistas”. La conclusión de un agudo observador de la política argentina que desde el otro lado del río trata de sintetizar la actual coyuntura parece un tanto exagerada, pero analizando lo que viene ocurriendo alrededor de la ley ómnibus y del DNU es difícil de comprender la desconfianza que el Presidente tiene en relación con los diputados dialoguistas en particular y, en general, a muchos segmentos del fragmentado sistema político que expresaron en público y en privado su vocación por cooperar para asegurar la gobernabilidad. ¿A qué se debe tanto recelo? ¿Por qué ese pernicioso rechazo a establecer acuerdos políticos, formales e informales, que le permitan al Presidente una navegación menos turbulenta por las siempre complejas aguas del Congreso? La renuencia unilateral a “hacer política” por parte del titular del Poder Ejecutivo parece ser un común denominador entre la actual experiencia y el período 2015-2019. Se trata de un daño autoinfligido, de errores no forzados que terminan siendo más costosos y generando consecuencias más inminentes de lo que los protagonistas parecen calcular. ¿Cómo se explica que actores racionales, inteligentes, bien asesorados y con genuinas intenciones de mejorar la vida de los argentinos persistan en un desacierto tan obvio como fácilmente evitable?
En todo caso, el Gobierno ha sido bastante selectivo en sus acuerdos con el siempre vasto y plural peronismo. Las sospechas que generó la continuidad de algunos funcionarios de la administración anterior en segundas y terceras líneas y las especulaciones que siempre se hicieron sobre el potencial apoyo que al comienzo del proceso electoral Sergio Massa le habría dado a Javier Milei para dividir a la por entonces oferta opositora y acotar el espacio de crecimiento de JxC siempre existieron. Más allá de eso, y de la circunstancial buena sintonía que puede haber en términos personales, hasta ahora solo se verifican un realineamiento muy limitado de líderes provinciales, como el caso de Osvaldo Jaldo, o designaciones relativamente esperables, como la de Daniel Scioli al frente de la Secretaría de Deporte, Turismo y Medio Ambiente. Respecto del primero, se vincula más con las concesiones que obtuvo para Tucumán, en especial en materia de azúcar y cítricos, y con consolidar su poder localmente, que con cualquier especulación partidaria o nacional. En relación con lo segundo, es conocida la afinidad entre Milei, Scioli y Francos, cuando el hoy mandatario trabajó en la campaña del exembajador en Brasil, a través de la Fundación Acordar, cuyo presidente era el actual ministro del Interior. A propósito, un testigo de un encuentro entre los economistas más encumbrados del sciolismo (sobre todo, Mario Blejer y el recordado Miguel Bein) con Milei recordó su terminante veredicto respecto de su peculiar visión de la economía y las propuestas innovadoras: “interesantes, pero inaplicables”. La torre del Banco Provincia en la esquina de San Martín y Bartolomé Mitre guarda innumerables secretos que, si salieran a la luz, aumentaría enormemente nuestra comprensión de la fatigada historia contemporánea argentina.
Los interrogantes previos nos remiten a cuestiones cruciales para entender la dinámica de toma de decisiones de cualquier gobierno: la percepción que los líderes tienen de sí mismos, de su lugar en la historia y de su caudal de poder; su diagnóstico respecto del estado del sistema político, las prácticas de construcción de poder y la competencia por la influencia en la definición de la agenda pública y, finalmente, elementos fundamentales de la experiencia o sociabilidad política de los principales responsables. En este sentido, cincuenta días de gestión y apenas dos años de trayectoria en la Cámara de Diputados, junto con sus múltiples apariciones mediáticas desde hace casi una década, permiten elaborar un dictamen preliminar respecto de los atributos elementales del Presidente. Sin un partido ni un tejido organizacional que lo condicione y con una visión genuinamente negativa de las formas y los personajes que protagonizaron la vida pública del país, Milei se considera un punto de inflexión en nuestro recorrido histórico, basado en algunos valores y principios con antecedentes (el liberalismo clásico alberdiano que se plasmó en la Constitución de 1853) y un alineamiento con lo que él define como “Occidente”, que en la práctica implica Estados Unidos y sus aliados, en especial Israel. Se trata de una visión dogmática más que pragmática, que desconfía de todo lo público, político y estatal para “devolverle” el poder a la esfera de lo privado, individual y empresarial.
Mucho se ha escrito acerca de sus lecturas sobre la escuela austríaca y de la influencia que tuvieron en su concepción del mundo, pero tal vez el autor que mejor condensa el pensamiento presidencial sea James Buchanan, premio Nobel de Economía en 1986 y muy influyente en los años de la revolución reaganiana, que algunos asocian a dicha tradición. Fallecido en 2013 a los 94 años, Buchanan argumentó que la política pública no puede ser considerada en términos sociales o de distribución, sino que se trata de reglas del juego que influyen en los comportamientos individuales. Su principal contribución fue a la denominada “economía constitucional”, según la cual los principios éticos basados en el individualismo implican un rechazo moral a concepciones como la justicia social, el igualitarismo o la discriminación positiva (“acción afirmativa”).
De este modo, la mentalidad del Presidente lo lleva a desconfiar de todos los que piensan diferente, incluso de aquellos que expresan de forma taxativa su voluntad de ayudar a los efectos de garantizar la gobernabilidad. Esto explica su tendencia a cerrarse en su círculo íntimo de mayor afinidad, donde el lazo o el conocimiento personal importa más que la experiencia o la trayectoria política.
De manera complementaria, puede argumentarse que el Presidente entiende que el profundo descrédito del kirchnerismo y la notable ausencia de líderes competitivos en el peronismo convierten al resto de la oposición, precisamente los sectores “dialoguistas”, en adversarios electorales de mayor fuste. En consecuencia, otorgarles la jerarquía de aliados o reconocerles importancia a la hora de construir consensos puede ser interpretado como una debilidad relativa e incluso como una cierta dependencia para asegurar la estabilidad política.
Finalmente, es irrefutable que Javier Milei recibió una institución presidencial desprestigiada, marginada de la agenda político-electoral, vaciada de iniciativa y reconocimiento local e internacional y, para peor, cuestionada y hasta permanentemente agredida por los integrantes de la coalición que ganó las elecciones de 2019. Más allá de la persona de Alberto Fernández, esto impregnó al Poder Ejecutivo y a los integrantes del gobierno, incluyendo a la propia Cristina, con la parcial excepción de Sergio Massa hasta el balotaje de noviembre pasado. Así, reconstruir la autoridad presidencial requiere reposicionar en el conjunto del sistema político y en la opinión pública a una figura pivotal para nuestro ordenamiento constitucional.