Milei o no Milei, la peligrosa fascinación por los salvadores providenciales
Milei o no Milei, esa parece ser la cuestión. Por lo menos para muchos argentinos lo es desde hace dos semanas. El futuro dirá si la estrella que empezó a titilar en el firmamento era el anticipo de una iluminación reveladora o apenas un fugaz juego de luces, un encandilamiento tan breve como repentino. Milei o no Milei. Hamlet hace algunos siglos se planteó el mismo interrogante, pero para resolver otros dilemas. Su intensidad dramática no impidió que algunos dijeran que estaba loco, o que se hacía el loco, una posibilidad que en el teatro de la política nunca se debe descartar. Yo, confieso, no me siento atado por esa contradicción que para algunos es un dilema y para otros, una paradoja. Y no faltan los que la viven como una culpa, aunque tal vez para muchos sea sencillamente algo parecido a una revelación.
Si en el teatro el unipersonal no suele ser mi género preferido, en política no solo no lo prefiero, sino que me suscita justificadas inquietudes. A la humanidad no le ha ido bien cuando ató su destino a la inspirada clarividencia de un mesías. No viene al caso ilustrar esta afirmación con ejemplos antipáticos, pero todos sabemos que en el siglo XX estas apuestas nos costaron “sangre, sudor y lágrimas”.
Puede que los años me hayan hecho más conservador o más sabio. No lo sé. Pero los saltos al vacío me producen vértigo, y jugar al filo de la navaja me provoca un leve escalofrío y estremecimiento. Me resisto a admitir que el cuarto oscuro sea una encrucijada alevosa o un corral de ovejas; lo prefiero como un espacio íntimo donde realizo con el voto mi condición de ciudadano. Insisto en la intimidad, porque a la hora de elegir quiero estar de acuerdo con mi conciencia más que con la voluntad de millones de personas. No sé qué pasa con ellas. Si eligen a Milei, a Bullrich, a Massa, a Schiaretti o si votan en blanco. Me resisto a admitir que la mesa electoral sea un hipódromo en donde se juega o se vota a ganador. Me importa saber qué voy a elegir yo, cómo logro que esa mínima cuota de poder que me reconoce la democracia tenga algún significado político, pero en primer lugar satisfaga los imperativos de mi conciencia.
El hilo de la civilización es muy delgado para jugar con él como niños traviesos e irresponsables. No soy un devoto de la palabra “seguridad”, pero prefiero lo previsible, lo moderado. Creo y apuesto a la continuidad, no a la ruptura; no desconozco los conflictos, pero porque admito su existencia es que apuesto a la democracia para resolverlos, una apuesta que incluye sociedades fundadas en la vigencia de la ley y dirigentes que se distinguen por su moderación, su equilibrio. Un político no es un guerrero, mucho menos un francotirador. Y si con alguien merecería ser comparado, es con un docente, esa profesión fundada en la sabiduría y la prudencia, como aconsejaban los griegos.
Una democracia que merezca ese nombre se funda en principios humanistas. No desconoce las pasiones que nos agitan, pero una cosa es admitir la palpitación de las emociones en la condición humana y otra muy diferente es someterse a los imperativos de lo irracional y, mucho más grave, hacer de lo irracional, del asalto a la razón, una línea de conducta política. A los arrebatos de las pasiones, prefiero la sensibilidad de la compasión. André Malraux, que algo sabía de política, pero sobre todo de los rigores de la existencia en lo que él mismo calificó como tiempo del desprecio, advertía, ya en el otoño de su vida, alejado de sus tiempos de brigadista en España o combatiente antinazi, que a la hora de evaluar a un político no se interesaba tanto por su ideología como por su temperamento. A la derecha, al centro o a la izquierda; arrinconado en el suburbio de las tradiciones o en los horizontes y espejismos del futuro, los temperamentos marcan, registran sus decisivas diferencias.
Decía que los fundamentos primeros o últimos de la democracia están reñidos con la violencia y el culto a la personalidad que en todos los casos alientan el perfil de déspota, el autócrata o el tirano. Su propósito es consolidar relaciones sociales previsibles. Son estos fundamentos los que me habilitan a descreer de los salvadores de la patria, los mesías, sobre todo cuando esa irrupción incluye propósitos regeneracionistas, rupturas institucionales o súbitas fundaciones.
Javier Milei en ese sentido despierta todas mis prevenciones. Su discurso, su gestualidad, su temperamento son señales, síntomas visibles. Por lo menos para mí lo son. Nuestras actuales condiciones sociales, con su cuota de desencanto, miedo y desconcierto, resultan, además, funcionales a la emergencia del salvador de la patria. Las enseñanzas de la historia y la propia experiencia me han enseñado a recelar del hombre providencial que fascina o hipnotiza sin otro fundamento que la agitación de consignas de dudosa eficacia práctica, pero peligrosamente seductoras para un pueblo que, por diferentes motivos e incluso justificadas razones, está fastidiado por los errores, omisiones y vicios de una clase dirigente que por acción u omisión no ha sabido estar a la altura de las circunstancias.
La democracia como punto de partida prefiere el espacio político del centro que en este punto se confunde con la moderación, pero sobre todo con la capacidad de representar a la Nación en su diversidad y matices. El centro político no es un lugar físico, una ilusión, un espacio diseñado de antemano; el centro político es, en primer lugar, una construcción política, siempre inestable, siempre oscilando, pero siempre activo y creador.
Pues bien, me resulta difícil imaginarlo a Milei cumpliendo con esa tarea. Su “emergencia” se insinúa como lo opuesto a estas metas: la fascinación por los extremos, la intolerancia con la diversidad, los arrebatos coléricos, las iras desencadenadas, las promesas de imposible cumplimiento por lo menos en el marco de un Estado de Derecho; la deliberada simplificación de conflictos complejos.
No podemos resignarnos a admitir que nuestro destino sea transitar sin solución de continuidad de un populismo de “izquierda” a un populismo de derecha. Si mi oído político no me traiciona, los argentinos durante estos años reclamábamos retornar a la normalidad. La normalidad republicana y democrática se entiende. Tarea difícil, ardua, ajena a las coartadas facilistas de los demagogos. Nunca olvidar al respecto que el poder con sus alucinaciones y delirios, sus obsesiones y cegueras, oscila siempre en el límite que distingue la normalidad de la locura. Si Shakespeare es un clásico universal, lo es porque su voz y sus personajes nos siguen hablando, nos siguen interpelando y advirtiendo.
No estoy autorizado a dudar de las íntimas convicciones liberales de Milei, pero su discurso, su gestualidad, su puesta en escena no son liberales. Y en más de un caso encarna lo opuesto, salvo que mi biblioteca acerca de los maestros del liberalismo no sea la misma que la biblioteca de Milei. Libros más, libros menos, me permito mientras tanto aferrarme a aquel texto escrito por Borges cuya sabiduría va más allá de una circunstancia personal para llegar a ser, incluso, una reflexiva moraleja política: “De aquel tiempo buscaba el atardecer, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”.ß