Milei nos devuelve al pasado
Su afirmación sobre “la guerra” entre el Estado y el terrorismo hace detonar el consenso democrático
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“Aquí hubo una guerra entre las fuerzas del Estado y el terrorismo”. Esta definición de la violencia política de los años setenta que dio Javier Milei en el debate presidencial no es nueva para los argentinos. Ya la escuchamos: fue en 1985, durante el juicio a las Juntas, y el primero que la ofreció fue Emilio Massera.
Milei nos devuelve al pasado. Hace detonar el consenso democrático y nuestro #NuncaMas. Desde mediados de la década del ochenta, en la Argentina no se habla de “guerra” para referirnos a las atrocidades vividas durante el último gobierno militar. Tenemos una razón conceptual: la guerra se define como una lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación. Es decir, la guerra es un fenómeno que tiene lugar entre iguales, sean Estados nacionales o grupos armados; no puede hablarse de guerra cuando participan actores con diferentes status. Cuando un Estado se enfrenta a un grupo de ciudadanos, sucede algo todavía más grave que una guerra. ¿Por qué más grave? Porque los Estados nacionales tienen el deber fundamental de proteger la vida de sus ciudadanos. Cuando, por la razón que sea, rompe este propósito y asesina ilegalmente a ciudadanos, no actúa en igualdad de condiciones.
Por supuesto, decir que la violencia ilegal que ejerció el Estado fue más grave no significa condenar menos las otras violencias que existieron; se trata de ubicar a cada uno en su propio rol social e institucional. Los partidos armados, las guerrillas, los terroristas —que cada uno elija cómo llamarlos, siempre que esté presente la condena a su violencia— asesinaron, secuestraron, pusieron bombas y organizaron asaltos. Fueron encontrados culpables de todos esos gravísimos hechos y por eso la Justicia, habilitada por Raúl Alfonsín, los condenó. Como debe hacerlo un Estado de derecho.
Hay otro elemento que ayuda a la confusión: quienes vivieron esa época y quienes la estudiamos sabemos que tanto Montoneros como ERP se consideraban a sí mismos ejércitos y definían la coyuntura política como una guerra. Su estructura interna, jerarquía y manual de obediencia replicaban los de un ejército, y en sus publicaciones utilizaban la palabra “guerra”. Así la vivían ellos. También tenemos testimonios de miembros de las Fuerzas Armadas que la describían de esta forma; sin ir más lejos, las palabras públicas de Massera. Pero aunque los protagonistas creyeran librar una “guerra”, los hechos están por encima de las percepciones o las veleidades; y el hecho, una vez más, es que no hay guerra cuando un Estado enfrenta a meros ciudadanos. Podemos agregar una razón: en ese enfrentamiento no rigieron las reglas y acuerdos que existen en toda guerra. Los montoneros y militantes del ERP no eran personas que trabajaban de soldados: ejercían un modus vivendi, en el que los involucrados dedicaban cada una de las esferas de su vida a la lucha que creían librar.
Que no haya sido una guerra tiene también impacto en la diferencia que existe sobre la posibilidad de seguir juzgando a los culpables. Actualmente la jurisprudencia nacional e internacional señala que los crímenes cometidos por el Estado nacional son de lesa humanidad; los que cometieron grupos terroristas no lo son. Los delitos de lesa humanidad fueron definidos por el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, al cual la Argentina adhirió en el año 2000. Unos años antes, en 1995, nuestro país había adherido a la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad. Bajo ambos marcos legales se entiende que los crímenes llevados adelante por la dictadura militar fueron de lesa humanidad y son, por lo tanto, imprescriptibles; los crímenes que cometieron las organizaciones armadas, al no entrar en esta clasificación, pasado cierto tiempo ya no pueden ser juzgados. Esta diferencia jurídica es una herida abierta para los familiares de las víctimas del terrorismo, que piden la imprescriptibilidad de los asesinatos cometidos por las organizaciones armadas. ¿Es posible reconocer que no es lo mismo la violencia ejercida por un Estado que por una organización armada y que, sin embargo, las víctimas civiles inocentes de ambas merecen justicia? Hay un camino allí por recorrer, que debe estar guiado por la condena de los crímenes de lesa humanidad de la dictadura y el reconocimiento de los asesinatos cometidos por la guerrilla, que le pueda asegurar justicia a todas las víctimas. Es posible perseguir este propósito sin silenciar o negar las atrocidades del último gobierno militar. Hay una deuda pendiente con las víctimas del terrorismo pero no es necesario reescribir la historia para poder saldarla.
No es un secreto que nuestra democracia tiene deudas. Hoy sabemos que, contra lo que aseguró con pasión su fundador, con la democracia no se come, no se cura ni se educa; para ser exactos, para esas cosas no basta sólo con la democracia. Pero esta democracia imperfecta sigue siendo la mejor —la más completa, la más consensual, la más capaz también de mejorar y reformarse a sí misma— que supimos conseguir. Y uno de sus fundamentos es el Nunca Más. Es la voluntad, por parte del Estado y la sociedad argentinos, de hacer justicia y de no repetir jamás el recurso a la violencia política, de cualquier signo que fuere. Todo el edificio de nuestra democracia, que tanto costó conseguir, se pone en peligro al atacar ese fundamento. ¿Cómo no señalar el peligro, cuando lo hace nada menos que un candidato a presidente? Si hoy lo dejamos pasar, mañana puede ser tarde.