Milei, la vieja tentación de tomar atajos para eludir la institucionalidad
El historiador Federico Finchelstein, en su libro Del fascismo al populismo en la historia, cuenta una experiencia que le sucedió al viajar a la ciudad de Dresde para dirigir un seminario en la universidad. Había ido allí con su familia y, al salir del hotel, lo interceptó una manifestación que mezclaba neonazis con populistas xenófobos, todos furiosos y portando banderas racistas. La hija mayor, de ocho años, con la que el año anterior había visitado la casa de Ana Frank en Ámsterdam, le preguntó: “¿Estos son los nazis que mataron a Ana Frank?”. El padre le contestó: “No, no son los que la asesinaron, pero estos neonazis están contentos de que la mataran”.
Esta anécdota viene como anillo al dedo para comprender la conexión, a menudo poco diáfana, entre el pasado y el presente. Cuando los fascismos llegaron a Europa, en la década de 1930, encarnaban una respuesta a la depresión económica, en contra de las democracias liberales en ruinas. La propaganda al principio funcionó: la ilusión de poner fin a la desocupación mediante el rearme y la guerra parecía eficaz, pero condujo a la catástrofe. Cuando los fascismos fueron desterrados se creyó ver el triunfo definitivo de una manera democrática de ver la realidad.
Los personajes del posfascismo europeo actual, de Marine Le Pen en Francia a Viktor Orban en Hungría, desmienten ese optimismo. Produjeron una conversión instrumental e inauténtica a la democracia. Como la ideología, el lenguaje y las prácticas del viejo fascismo habían devenido inaceptables, se alojaron como polizones en los intersticios de la tranquilizadora democracia. Ya no se puede ser racista, aunque en los posfascistas el ataque al establishment es una forma oblicua de racismo. Ya no promueven que las mujeres permanezcan en la casa, pero entre sus seguidores el antifeminismo es moneda corriente. Lo mismo ocurre con la homofobia: no dicen abiertamente que van a perseguir a los gays, pero cuando sus adláteres ven por la calle a dos hombres tomados de la mano no logran disimular su asco.
El viejo fascismo y el nuevo populismo de derecha se identifican con un vocabulario común: hablan en nombre de un pueblo monolítico, encarnado por su líder mesiánico. Hay una transferencia de autoridad: líder y pueblo se mimetizan. Confunden la parte con el todo, ellos son el pueblo y la verdad, y los que se oponen a ellos son el antipueblo y la mentira.
En la Argentina, el campo magnético de los fascismos en el siglo XX se bifurcó en dos sectores: el peronismo y las dictaduras militares. Ante la mínima dificultad que atravesara un gobierno democrático, los militares lo derrocaban y tomaban el poder. Pero esos golpes militares respondían a cierto clamor cívico, periodístico y empresario. La expresión que se usaba en los años 60 y 70 era muy sintomática: “Golpean las puertas de los cuarteles”. Es decir que existía una suerte de llamado legitimador. A tal punto era así que los historiadores Robert Potash y Alain Rouquié hablaban de Partido Militar, un artefacto que mestizaba cierta ortodoxia económica con autoritarismo político y conservadurismo social.
El golpe de Juan Carlos Onganía, en 1966, fue precedido por una espesa campaña contra el presidente Arturo Illia. Hace unos años, Mariano Grondona, un testigo privilegiado de aquellos hechos, ante mi pregunta de cómo podía ser que hubieran visto en Juan Carlos Onganía a un liberal, me contestó: “Fue nuestra gran ingenuidad. Casi da vergüenza contarlo, Onganía era el hombre fuerte en ese momento, era el que había ganado la guerra entre azules y colorados, y con Rolo Martínez le llevábamos libros de Jacques Maritain para que leyera. ¡Se da cuenta de nuestra locura! Nosotros creíamos que era De Gaulle y él se miraba en el espejo de Franco. La desesperación nuestra era que Brasil se nos escapaba”.
La respuesta sintetiza el espíritu de la época. Había un sector de los argentinos que, ante el desgobierno del peronismo o la tibieza de los radicales, concebía los golpes de Estado como una alternativa válida frente a la democracia. Funcionaba como una suerte de tripartidismo imperfecto, burlando las instituciones.
Pero el pacto democrático de 1983 sepultó las intervenciones militares. Los atajos para eludir la institucionalidad eran ya inconcebibles. Sin embargo, esta cancelación, que parecía tener una aquiescencia muy general, ocultaba una discordia entre pliegues, un resquemor silencioso. Un grupo quedó en disponibilidad: los nietos putativos de los golpistas se sentían a la intemperie ante las sucesivas crisis. Había una vacancia. El Partido Militar no podía volver tal como se había conocido en el siglo pasado, pero existía en la sociedad una pregnancia, una zona de fertilidad en espera.
Del mismo modo que los militares funcionaban como una llave térmica que saltaba ante las crisis, Milei constituye la tentación de un atajo análogo. Del mismo modo que los militares se presentaban como impolutos frente a los políticos corruptos, Milei habla de “casta”, para descalificar la política en paquete: él, decente, de un lado; todo el resto, ladrones, del otro. Del mismo modo que los militares se arrogaban una superioridad técnica y ética, Milei llama “burro” o “ensobrado” a todo aquel que osa oponerse a sus deseos. Del mismo modo que los militares cerraban el Congreso, Milei dice que si no le aprueban los proyectos que presente va a llamar a constantes plebiscitos. Es decir: abolición de las mediaciones republicanas y relación directa líder-pueblo. Peor aún, una candidata a diputada del espacio propone extorsionar a los gobernadores: fondos por votos. Como se ve, la línea de clivaje sería no tanto el liberalismo, sino la institucionalidad, bajo cuyo eje semántico Milei y el kirchnerismo se apilan en el mismo lote, con amistosa promiscuidad. El compartido corporativismo los lleva a tener afinidad con sindicalistas y empresarios demasiado parecidos.
Bajo la apariencia de la reivindicación de las víctimas del terrorismo, que es plausible, asoma el secreto elogio del militarismo, que podría traducirse –como una continuidad de las últimas dos décadas– en memoriales, indemnizaciones e indultos compensatorios, ahora inversos. Milei declaró que le da trompadas a un muñeco al que le puso la cara de Raúl Alfonsín, actitud que resulta muy paradójica porque fue justamente Alfonsín quien llevó a juicio y logró la condena de las cúpulas de Montoneros y ERP. ¿Qué más reivindicación para las víctimas del terrorismo que la cárcel para sus victimarios? A la inversa, idolatra a Carlos Menem, que indultó y liberó a esos mismos terroristas. Se explica mejor esta aparente contradicción si se piensa que Alfonsín puso en el banquillo a las juntas militares y Menem las indultó. Como en el cuento de los neonazis y Ana Frank, estos populistas de derecha no asesinan a nadie, solo gritan, pero no logran ocultar su simpatía asordinada hacia quienes torturaban en las mazmorras procesistas.
Milei reengancha la historia y viene a reapropiarse de la tradición del Partido Militar, con su violencia discursiva, su implícito rechazo a la diversidad electoral y el rancio conservadurismo misógino que denotan algunas de sus intervenciones públicas. Lo que fue la clausura del Instituto Di Tella ahora sería el cierre del Conicet, lo que fue la Noche de los Bastones Largos ahora sería el completo desguace de la educación pública. Atavismos. ¿Vamos a tropezar otra vez con la misma piedra? En Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges dijo: “Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez”.ß