Milei, en el espejo de Juan Manuel de Rosas
El Presidente se presenta como el heredero de Juan Bautista Alberdi, pero su corta trayectoria parecería acercarlo más a la figura del Restaurador
- 7 minutos de lectura'
Desde su asunción, Javier Milei se presenta como el heredero de Juan Bautista Alberdi e intenta legitimar sus ambiciones de cambio en las líneas trazadas por el célebre letrado tucumano. No nos sorprende el uso político de la historia en pos de establecer una narrativa refundacional.
El kirchnerismo es el ejemplo más reciente de una usina de relatos e imágenes sobre el pasado destinada a justificar sus cursos de acción en el presente. No es mi propósito cumplir el papel de correctora de las estereotipadas y engañosas visiones históricas que acuñan los gobiernos de turno, sino advertir sobre una llamativa paradoja.
El actual presidente, aunque dice estar inspirado en Alberdi, evoca al personaje que ha calificado de “tirano”. Los pasos transitados en su corta trayectoria política lo acercan mucho más a la figura de Juan Manuel de Rosas, y seguramente sin advertirlo, a uno de los héroes preferidos de Cristina Fernández de Kirchner, que a la del autor de las Bases.
Se podrían esgrimir variadas razones para apoyar esta clave de lectura. Entre otras, la particular combinación de principios del liberalismo económico y del pensamiento conservador y reaccionario respecto del orden social que presentan el rosismo de ayer y el gobierno libertario de hoy.
Mi argumento apunta, sin embargo, a cuatro aspectos cruciales que forman parte de las agendas globales contemporáneas: la emergencia de outsiders que logran imponerse a sus competidores; la polarización política como un eficaz mecanismo para amasar poder; la manifestación de una voluntad a ultranza que no depende de un proceso de deliberación, sino de la decisión de quien detenta la autoridad; y la reivindicación de la democracia plebiscitaria.
Los fulgurantes ascensos de los outsiders en la arena política se explican, en gran parte, por los contextos de profundas crisis que aquejan a las sociedades que los elevan a las más altas magistraturas. Los líderes surgidos en esos contextos suelen convertir la falta de expertise en los asuntos de gobierno en su principal, sino en el único, capital político.
Milei encontró en el término “casta” un filoso instrumento para explotar a su favor la preexistente polarización y recrear –como hizo Rosas- un campo de batalla que no ahorra epítetos a fin de dividir el terreno entre amigos y enemigos. Los antiguos “salvajes, asquerosos e inmundos” unitarios, donde se incluía a todo sospechado de opositor regresan modulados en una jerga contemporánea no menos vulgar y ofensiva.
Las listas de “leales” y “traidores” publicadas en los últimos días no tienen nada que envidiar a las que hacía circular el líder federal. Apoyados ambos en una formidable propaganda política, el nombre propio se erige en la encarnación de una causa sacralizada: “Viva la Santa Federación”, “Viva la libertad, carajo”. Causas vaciadas de contenido y repetidas como etiquetas para vehiculizar la voluntad de quien ejerce la máxima autoridad.
Pero el punto tal vez más inquietante de este puente entre pasado y presente es el que protagoniza el gobierno de Milei frente al Congreso. Cabe recordar que Rosas convirtió la delegación de “facultades extraordinarias” en el Poder Ejecutivo (en este caso, de la provincia de Buenos Aires) en su principal exigencia para “salvar” a la “patria” de la “anarquía”. Si bien dicha delegación no era nueva en el ejercicio de los gobiernos posrevolucionarios (como no lo es el uso de los DNU desde la reforma constitucional de 1994), sí lo era la ambición de establecer un verdadero “estado de excepción”.
En la primera gestión rosista (1829-1832), las facultades extraordinarias se otorgaron, no sin una previa y acalorada discusión en la Legislatura, por un tiempo limitado y bajo la exigencia de una rendición de cuentas sobre su uso. Pero a muy poco andar, los diputados votaron el cese de la delegación por considerar que el gobernador contaba con los instrumentos ordinarios necesarios para enfrentar las sucesivas crisis.
El enorme desafío con el que lidió la Legislatura de entonces, que a diferencia de nuestro actual y dividido Congreso estaba poblada por el partido federal y los heterogéneos grupos que lo habitaban, giró en torno al gran tema de la responsabilidad política. Dónde residía, en efecto, la responsabilidad sobre el uso de facultades extraordinarias: ¿en el Poder Ejecutivo que las ejercía, en la Legislatura que las había delegado, o en el pueblo que había votado a los diputados por sufragio universal masculino?
Salvando las grandes distancias con ese pasado, el dilema regresa al presente. No solo están en juego los alcances y límites de los poderes, sino las formas de concebir el arte de gobernar. A Rosas le costó seis años doblegar al Poder Legislativo hasta alcanzar la suma del poder público en 1835, en este caso sin límites de tiempo ni de atribuciones. Y lo hizo a través de dos mecanismos.
El primero fue la extorsión, no exenta de persecuciones, amenazas, castigos y censuras a la libertad de opinión. El segundo siguió la ruta transitada por Napoleón Bonaparte para coronarse como emperador: el plebiscito. Frente a los sucesivos fracasos que había cosechado en la Legislatura en los años precedentes, el Restaurador de las Leyes convocó al pueblo para expedirse sobre el asunto. La pregunta binaria por “sí” o por “no” estaba dirigida a aceptar o rechazar sus poderes de excepción. Invocando la voluntad directa del pueblo, Rosas buscó salir del laberinto por arriba y de ese modo disciplinar a las díscolas y entrenadas dirigencias políticas que tanto despreciaba.
Como sabemos, el fantasma de las democracias plebiscitarias no es patrimonio de una determinada ideología, de izquierda o de derecha, sino una forma de entender el poder. Como nos recuerda Pierre Rosanvallon, en El siglo del populismo (2020), la apelación plebiscitaria supone la disolución de la responsabilidad política, la confusión entre las nociones de decisión y voluntad, la sacralización del expediente técnico de la mayoría con su conocida versatilidad y dimensión de irreversibilidad, y el silencio respecto de la traducción en normas de la opción ganadora.
El fantasma vuelve a sobrevolar como una sombra en estos aciagos días. El gobierno libertario pretende avanzar, como lo hizo Rosas, con una estrategia del todo o nada que se asemeja, según indicó Carlos Pagni en una de sus columnas, a una visión revolucionaria y jacobina; es decir, a la visión de un reducido grupo que se autopercibe como iluminado y que aspira a imponer una idea capaz de transformar la realidad en el único sentido que sus inexpertos integrantes consideran correcto.
Alberdi, que coqueteó en sus inicios con el emergente líder federal y devino luego en uno de los tantos opositores en el exilio, escribió sus Bases desde una perspectiva opuesta. Lejos de querer clausurar la historia, su ingeniería constitucional fue el resultado de una transacción entre pasado y presente; entre realidad heredada y planes de futuro. Y en esa transacción, no olvidemos que los constituyentes de 1853 establecieron, en el artículo 29, que “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público”. Quienes las concedieran serían considerados “infames traidores a la Patria”.
No es ocioso recordar que construir la Nación argentina y el Estado que le dio materialidad fue un arduo trabajo de negociación entre actores diversos y entre territorios (las provincias) muy heterogéneos. Dar densidad histórica a los problemas exige evitar los riesgos del anacronismo como los devenidos del continuo presentismo que suele instalarse en los análisis de coyuntura.
Por supuesto que la profunda crisis a la que asistimos atónitos no se resuelve mirando el pasado, pero tampoco ignorando la existencia de repertorios que marcaron a fuego nuestro derrotero como república. Y en ese derrotero, no es una buena señal que, a pesar de sus dichos y diatribas retóricas, el actual presidente se mire en el espejo de Juan Manuel de Rosas.
Los liberales decimonónicos estarían espantados.
(*) La autora es Miembro de número de la Academia Nacional de la Historia