Milagro Sala y el alma antiliberal del kirchnerismo
En la defensa de la líder jujeña y el desconocimiento de sus delitos se juega una estrategia jurídica de ruptura que impugna los valores de la tradición democrática
Las investigaciones judiciales, aunque lentas, avanzan, y cada vez más testimonios y pruebas confirman las prácticas criminales de la Tupac Amaru: desvío de fondos públicos y lavado de dinero, patotas, golpes y amenazas brutales, enriquecimiento de los dirigentes de una entera asociación ilícita, de todo como en botica.
Mientras tanto, el kirchnerismo duro, lejos de tomar distancia de lo que parece ya un destino tan inconveniente como ineluctable, se encadena definitivamente a él. No actúa como el viejo peronismo, dispuesto a acompañar a los caídos en desgracia sólo hasta la puerta del cementerio. Se embandera consecuente y fanáticamente en defensa de "la perseguida".
Tal vez nos ofrezca con ello una gran ventaja a los que creemos en la conveniencia de reflotar la convivencia, la moderación y el liberalismo político. Porque los enemigos de todos estos valores, enceguecidos por la dinámica de radicalización, puede que se incineren en ella.
Pero antes de festejar conviene entender esta conducta que hasta aquí ha sido el motor de muchos fracasos, pero también de una pertinaz supervivencia: el populismo radicalizado, desde Evita hasta nuestros días, ha venido horadando una y otra vez la vida en común, y por más que Sala y otras figuras que hoy lo representan terminen entre rejas es dudoso que eso baste de por sí para deslegitimarlo o siquiera acotarlo. Al contrario, puede seguir alimentando la llama de su pasión: el régimen liberal habrá mostrado una vez más su ejercicio manipulatorio de la "ley" a favor de los ricos, los blancos, los imperialistas, los contrarrevolucionarios, en suma, de los propios liberales.
Horacio Verbitsky lo dijo con todas las letras en el acto de solidaridad convocado al cumplirse un año de la detención de Sala: "No vamos a cejar hasta conseguir su libertad porque su libertad es la garantía de la libertad de todos".
Hay una lectura en clave mafiosa de esa frase: si fracasan en juzgar y condenar a Sala, será más fácil detener los juicios contra Cristina, De Vido, tal vez hasta contra López y Boudou, los (nos) salvamos todos, porque habremos salvado el pacto de silencio y complicidad que mantiene vivo el ethos kirchnerista. Pero hay otra más amplia y relevante: si detenemos a la Justicia en Jujuy, vamos a seguir siendo el contrapoder de las instituciones liberales, capaz de volver a convocar a las masas cuando éstas las defrauden.
La idea puede parecer delirante, pero en el pasado funcionó. Es cierto que en escenarios mucho más polarizados y con instituciones republicanas más cuestionadas que las de hoy. Aunque a sus ojos no son situaciones tan diferentes.
Es en estos términos que la estrategia judicial "de ruptura" encarada por los abogados del CELS para defender a Sala adquiere su pleno sentido. La idea tiene larga tradición en la Argentina, la usó la resistencia peronista, la perfeccionaron abogados defensores de presos políticos en los sesenta y setenta y siguió siendo un recurrente instrumento en juicios a "luchadores sociales" en las últimas décadas. Aunque los juicios de ruptura no se inventaron aquí: han sido un modo de usar las instituciones liberales en beneficio de antiliberales radicalizados con o sin calor de masas y criminales políticos de izquierda o de derecha desde hace añares.
Quien más hizo por convertir en doctrina esta estrategia, el abogado francés Jacques Vergès, la usó para defender tanto a líderes del FLN argelino como al nazi Klaus Barbie, pasando por el Khmer Rojo y terroristas como Carlos "El Chacal". La idea de Vergès es simple: convertir el juicio en una tribuna en la que el acusado se convierte en acusador de un sistema injusto, contra el que él lucha con las armas que tiene a la mano para defender un derecho individual, pero también otros más amplios y colectivos que lo unen a todos quienes se puedan sentir perjudicados por ese sistema. Al ganar así la solidaridad y la representación de las víctimas da vuelta la acusación o al menos la deslegitima.
El planteo tiene un par de puntos flacos, claro. Niega a las víctimas reales y concretas del acusado -e indirectamente a todos los demás ciudadanos- los derechos que el acusado dice defender y a los que apela en su defensa, volviéndose un beneficiario desleal del orden liberal. Y justifica por nobles fines inverificables violaciones bien concretas y documentadas.
No es casual que también Hitler usara este tipo de argumentos en 1923, luego del Putsch de Munich. Aunque su éxito fue entonces político, no judicial. Pudo interpelar así a muchos alemanes frustrados con las instituciones liberales, pero no demostrar que sus actos no hubieran violado esas instituciones, cuya legitimidad él mismo admitía al usarlas para defenderse. De hecho, si no hubiera sido por la vigencia de la Constitución de Weimar, era evidente que debió haber sido ajusticiado en el acto en las calles de Munich. Pero lo más importante es que él negó esos mismos derechos a los que apeló en su defensa a todos los demás alemanes al utilizar la fuerza para imponer sus ideas, y su condición de minoría (de momento) derrotada no volvía menos abusivo ese acto, como los jueces finalmente establecieron.
Vergès ignoró estas contradicciones al sostener que finalmente lo que separa a Ben Laden de Bush es sólo una cuestión de escala, aquél usa bombas humanas porque no tiene cohetes teledirigidos ni un Estado detrás con el que declarar y practicar su guerra "legítimamente". Argumento repetido miles de veces por la izquierda K ("Bush es el verdadero terrorista") y que busca deslegitimar no sólo la lucha contra el terrorismo, sino cualquier freno legal a la "violencia de abajo" y en general a las violaciones de derechos practicadas con "fines socialmente transformadores". Un argumento que nada inocentemente olvida la diferencia entre que exista un sistema legal o no, así como un sistema internacional integrado por Estados capaces de regular medianamente la violencia legítima y la apropiación de bienes. Un producto de varios siglos de evolución institucional de la humanidad que no cabe arrojar gratuitamente por la borda, y encima para nada. ¿Con qué fin noble y revolucionario se justificaría semejante sacrificio? ¿Liberarnos de una supuesta opresión colonial? ¿Reemplazar la cultura occidental por la fe de los ayatollahs? ¿Quitarles a los ricos para crear nuevos ricos?
Hay una versión del kirchnerismo que fue pura simulación: la de quienes usaron su poder para enriquecerse, ir al casino de Punta del Este y comprar autos y casas mientras se disfrazaban con la pantomima de la izquierda populista.
Pero hay otra aún más dañina: la de los disfrazados de demócratas defensores de derechos que buscaron monopolizar el poder, creyendo en serio en las promesas y métodos del chavismo. Como todos los revolucionarios que aprendieron de putsches fallidos previos pretendieron y seguirán pretendiendo hacer una revolución en todo lo que les convenga, usando la ley liberal, y en todo lo que no se pueda actuando en su contra, por encima y por debajo de ella. Éstos son los que hoy se reúnen en torno a Sala porque no piensan que nada de lo sucedido en el país desde el ocaso de los gobiernos K los cuestione, todo lo contrario.
Claro que Sala pertenece a los dos grupos a la vez. Y lo mismo Cristina. Pero, ante todo, ambas son y seguirán siendo los símbolos convocantes de estos últimos. Más allá de que sean condenadas por la Justicia. O con más razón todavía si eso llega a suceder.
Sociólogo, doctor en Filosofía